Heriberto Hermosillo - Sembrados en Buena Tierra

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Heriberto Hermosillo - Sembrados en Buena Tierra
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Relato de una vida revolucionada
por la misericordia de Dios
Por
Heriberto Hermosillo
Con
Elsa Ponce de Hermosillo
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La misión de EDITORIAL VIDA es proporcionar los
recursos necesarios a fin de alcanzar a las personas
para Jesucristo y ayudarlas a crecer en su fe.
© 2003 Editorial Vida Miami, Florida
Por tu Gracia
Copyright © 2003 por Heriberto Hermosillo, fotografías
© 2003 por Heriberto Hermosillo
Edición: David Coyotl
Diseño interior: DWD Asesores/MAAM
Diseño de cubierta: Piedra Angular C.S.A.C.V./Jorge Aguilar
y Mario Absalón
Reservados todo los derechos
ISBN 0-8297-3441-4
Categoría: Biografía/Testimonio
Impreso en Estados Unidos de América
Printed in the United States of America
03 04 05 06 07 08 06 05 04 03 02 01
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Agradecimientos
QUIERO AGRADECER AL SEÑOR JESÚS POR LAS VIDAS DE TODOS LOS
protagonistas de este libro. En especial por mi esposa, mis
hijos, mi hermano y mi madre, quienes no solamente han
sido los instrumentos fundamentales usados por Dios en mi
vida, sino que también han tenido que compartir con el
SEÑOR la ardua tarea de llevar mis cargas y mis debilidades,
pagando un muy alto precio para no dejarme caer.
NO PUEDO DEJAR DE MENCIONAR A AQUELLOS HERMOSOS AMIGOS
que me animaron, dándome siempre una palabra de aliento
y motivándome a completar este trabajo. Entre ellos se destacan Sergio y Delia Sánchez, Mariana Díaz y Arturo Allen.
TAMBIÉN QUIERO AGRADECER A JOEL MORA, QUIEN ME PROPORCIONÓ la herramienta para poder realizar este trabajo, el cual
deseo dedicar al verdadero autor del mismo, a mi Padre
Celestial, mi Señor y Salvador Jesucristo.
Heriberto Hermosillo
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Contenido
Capítulo 1. Por tu gracia ................................................................................................ 7
Capítulo 2. Una historia añeja ...................................................................................... 13
Capítulo 3. Acepta ayuda ............................................................................................. 23
Capítulo 4. Por ese amor que me das .......................................................................... 31
Capítulo 5. Mi necesidad, tu oportunidad .................................................................... 39
Capítulo 6. Ahora veo Luz............................................................................................. 47
Capítulo 7. Centinela fiel.............................................................................................. 55
Capítulo 8. Es paciencia............................................................................................... 69
Capítulo 9. No doy un paso atrás ................................................................................. 79
Capítulo 10. Aún ahora ................................................................................................. 91
Capítulo 11. Altísimo Señor ......................................................................................... 101
Capítulo 12. Dios es fiel .............................................................................................. 107
Capítulo 13. Es amor ................................................................................................... 113
Capítulo 14. Serenata espiritual .................................................................................. 121
Capítulo 15. Corazón valiente ..................................................................................... 133
Capítulo 16. Amor sublime .......................................................................................... 141
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1 Por tu Gracia
[2 Corintios 12:9]
Tu poder en mi debilidad.
¡A
H!, QUÉ FUERTE DOLOR DE ESPALDA,
luego de conducir mi automóvil durante casi
seis horas hasta llegar, ya entrada la noche, a
unos cuantos kilómetros de la ciudad de San Luis
Potosí, en la región central de México.
Y pensar que me faltaban cuatro horas más para
completar todo el trayecto hasta la ciudad de México,
mi destino final.
Esa mañana me levanté tarde.
El día anterior, participé como orador en un seminario de matrimonios que se prolongó hasta muy altas
horas de la noche.Considerando que la norteña ciudad
de Monterrey y la ciudad de México están separadas
por más de diez horas de carretera, quise descansar bien
para reponer energía y poder llegar a mi destino sin
detenerme a descansar en alguna ciudad intermedia.
Durante todo el viaje noté que el Señor trataba de
comunicarme algo importante, pero no fue sino hasta
que me aproximé a la ciudad donde vivía mi padre,
que su voz se hizo más clara dentro de mi corazón.
«¡Llegó el día de volar!», me dijo el Señor.
«No puedes dejar pasar una vez más la oportunidad
de restaurar la relación con tu padre. Entra a San Luis
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Potosí y pídele perdón. No te adopté para hacer de ti un avestruz
con el pico clavado en la tierra sino un águila que, libre, remonte el
vuelo alcanzando las más grandes alturas. ¡Llegó el día de volar!»
«¿A qué te refieres, Señor? ¿Volar? ¿Ser libre? ¿Pedirle perdón ? ¡No
te entiendo! Que yo sepa, no tengo nada de qué pedirle perdón.
Te recuerdo que fue él quien nos abandonó y, por si fuera poco, la
última vez que nos vimos, nuestro encuentro fue bastante desagradable. Me echó de su casa y me dijo que no volviera jamás; que
prefería guardar en su memoria el recuerdo de aquel niñito junto
al que vivió diez años que corría a abrazarlo cuando, asomado por
la ventana de aquel departamento, le veía venir a comer al mediodía.
»¡Vaya manera de darle otro sentido a las cosas, no lo puedo creer!
¡Como si yo hubiera tenido la culpa de su fracaso como esposo y
como padre!
»En esa ocasión fui un poco duro con él, lo reconozco pero,
después de todo, las cosas que le dije tenían su base en tu Palabra.
Esos versículos lo tuvieron que haber confrontado con la verdad.
Tú sabes que con las tres cirugías del corazón que sufrió en estos
últimos diez años, y por su frustración al no poder trabajar por su
mala salud, está en una profunda depresión y constantemente
expresa su deseo de morir.
»Era urgente que entendiera que pronto va a dar cuentas de su
vida delante de ti. Mi padre necesita vestirse de tu justicia Señor,
arrepintiéndose, creyendo en tu sacrificio para salvarse de la paga
de todas sus culpas. Y entre sus culpas destacan el abandono de
nuestro hogar y el adulterio en el que se encuentra desde hace
muchos años con esa mujer que fue copartícipe de nuestra ruina
familiar.»
Mientras seguía tratando de justificarme, la voz del Señor volvió a
hablar suavemente dentro de mi corazón:
«Heriberto, ojalá pudieras darte cuenta de que todos esos argumentos no son más que un disfraz para tratar de ocultar una evidente raíz de amargura en tu corazón. Rencor.
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»Ese rencor no solo te hace imposible vivir libre, edificando a tus
hijos y a tu esposa en la verdad de mi Palabra, sino que impide que
tu padre pueda oír la buena nueva que le predicas. Mi verdad
jamás podrá penetrar ese corazón endurecido por el engaño del
pecado cuando lo único que escucha son juicios y condenación.
Su corazón está tan necesitado como el tuyo de mi gracia y de mi
misericordia.»
«Pero Señor, ¡solo lo confronté con la verdad!
»Cuando lo vi sentado en el sofá, derrotado y casi inmóvil, le
expliqué que tu Palabra dice que Dios no puede ser burlado y que
todo lo que el hombre siembre eso también segará. Traté de hacerle ver que su situación era resultado del pasado, cuando nos había
dejado a la deriva, y que por muchos ídolos que tuviera colgados
en la pared, también está escrito que ni los injustos, ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros heredarán el reino de Dios.
»Además, tú me has enseñado que para que haya perdón de pecados necesita haber primero arrepentimiento. El día que mi padre
se arrepienta, ¡yo lo perdono! ¡Solo estoy esperando verlo arrepentido!»
«Heriberto, a ti que te gusta mucho citar puntualmente la
Escritura, ¿podrías decirme en dónde dice mi Palabra que tu naturaleza es mejor que la de tu padre? ¿En que versículo te basas para
pensar que tú eres mejor que él?
»Te pregunto, si no fuera por mi gracia y mi misericordia, que te
salieron al encuentro cuando tu vida se hundía en el lodo de la
inmoralidad, ¿que sería de ti y de tu familia el día de hoy?
»Reflexiona Heriberto. La vida que llevabas te habría seguido
hasta el día de hoy.
»Tu fornicación se habría convertido en adulterio y por consiguiente, ya tiempo atrás habrías abandonado a tus hijos y a tu esposa, cometiendo errores quizá aun peores que los que cometió tu
padre.»
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«Pero, … ¡Señor!»
«No Heriberto. ¿Cuántas veces has predicado que no fueron los
clavos lo que me sostuvieron en aquella cruz, sino el gozo puesto
delante de mí? El gozo de ver vidas transformadas por el poder de
mi amor. Y has predicado que ese gozo era la posibilidad que traería mi sacrificio para sanar el espíritu abatido de los menospreciados como tú.
»Sin embargo, te faltó notar que en mi Palabra no solo dice que yo
escogí lo débil y lo menospreciado, sino también lo necio, lo vil y
lo que no es.
»Y tú estás en el lugar de los menospreciados, pero condenas a tu
padre por haber sido un hombre vil y egoísta que produjo tu
menosprecio. Olvidas que donde abunda el pecado, sobreabunda
mi gracia. No vine a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento, Heriberto.
»Y, por último, sería bueno que te lavaras los oídos más seguido
mi hijito, ya que no te he dicho que vayas a perdonar a tu padre,
sino que vayas a pedirle perdón.»
«¿Qué? ¡Eso sí que no te lo puedo creer! —le interrumpí— ¿Yo
qué le hice? ¿De qué tengo yo que pedirle perdón? ¡Fue él quien
me abandonó!»
«Heriberto, cuando tú no perdonas, eres tú el que sufre el lastre de
una raíz de amargura. Esa amargura no te deja disfrutar de la libertad
plena a la que te he llamado y le impide a tu padre ver mi amor que
le redarguye, pues lo único que percibe en ti es una insaciable sed
de venganza, usando mi Palabra como instrumento para acusarlo.»
¡Oh! … ¿Qué más podía argumentar? … Con la cabeza inclinada
en el volante, extendí mi mano, para subir el volumen del estéreo.
Deseaba terminar de una vez por todas con esta conversación.
Traté de desviar mi atención hacía el álbum que venía escuchando, hice mi mayor esfuerzo por concentrarme en la participación
de Abraham Laboriel en el bajo. Pero la letra de la canción empezó
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a traspasar mi corazón: «Cuando me miró, mis ojos abrió a la
realidad: que mi situación es solo un escalón a la eternidad …
Deja que el amor, en medio del dolor, dé su fruto.»
Con los ojos nublados por las lágrimas, alcé la vista. Frente a mí
estaba el letrero que anunciaba la desviación hacia la ciudad de San
Luis Potosí.
Muy pronto tendría que tomar una decisión.
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Una
Historia
2 Añeja
[Mateo 18:12-13]
Viví la historia añeja de aquel pastor en la
noche que le faltaba una oveja.Y me buscó.
N
ACÍ EN EL AÑO DE 1960 EN CERRO AZUL, UN
pueblito del norte del estado de Veracruz, en el
sureste mexicano. En este pueblito vivía mi tía
materna Conchita con mi tío Chilo, su esposo, y mis
primos. Dos meses después de mi nacimiento, mis
padres se trasladaron a la ciudad de México, donde
viví los siguientes treinta y tres años de mi vida.
Tenía dos años y medio de edad cuando llegó a casa
mi hermano Héctor. Cómo olvidar el día que mi
mamá entró a la casa con mi nuevo hermanito. Mi
madre siempre se caracterizó por amarnos y tener su
corazón lleno de ilusiones y sueños. Normalmente,
componía para nosotros las mas tiernas melodías y,
en ese memorable evento, la música no podía faltar:
Bienvenido a tu casa
Todos te queremos bien
Pasa a lo barrido Tito
Y acuéstate en tu moisés
Con evidente amor y entusiasmo, mi madre se
esforzaba cada día para tratar de darnos todo aquello
que pudiera hacernos felices.
Ya instalados en pleno centro de la ciudad de
México, vivíamos en un apartamento muy pequeño
y sencillo. El pasillo y la escalera eran mis lugares
favoritos: Ahí cobraban vida mis fantasías de niño
mientras recorría cada rincón en compañía de mi
hermanito.
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Afuera, el ruido de la ciudad con sus autos, camiones y trolebuses, en su agitado ir y venir, eran parte de la rutina diaria. Ese ruido
era el marco habitual en el que mi hermano y yo esperábamos
ansiosos el regreso de mamá y papá del trabajo.
Cuánto deseaba que llegaran las vacaciones de Navidad o de verano para visitar con mi familia a mis primos, en nuestro querido
Cerro Azul.
Cerro azul: Aventura y sueño musical
Ese pueblito de calles de tierra nos regalaba a mis primos y a mí
incontables horas de aventura y entretenimiento. En el verano, sus
árboles de aguacate y de mangos de Manila siempre ofrecían sus
manjares para nosotros. ¡Era tan divertido bajar los aguacates y los
mangos y llevárselos en mi bicicleta a mi tía Conchita para que los
preparara!
La casa de mi tía, de madera y edificada sobre pilares, dejaba
espacio entre el terreno y el piso de la casa para que nosotros
tuviéramos debajo de ella nuestra «guarida secreta». Ahí escondíamos nuestros juguetes y disfrutábamos las golosinas compradas en
la tiendita cercana.
También cerca de la casa de mi tía estaba el río Alazán, al cual solíamos ir el fin de semana mis padres, mi hermano, mis tíos y yo. Mi
padre, el mejor nadador de la familia, lo cruzaba con audacia en
contra de la corriente, haciéndome sentir sumamente orgulloso,
como si estuviera en alguna de mis películas favoritas de Tarzán.
Mis primos y yo permanecíamos en la orilla del río, refrescándonos del intenso calor, tomando jugo de piña a la sombra de sus
frondosos árboles o comiendo en el restaurante de la palapa.
En otras ocasiones acompañaba a mi padre, aficionado a la cacería, a los parajes más selváticos, donde las intensas lluvias hacían
crecer el río y donde se podía escuchar el sonido de los animales
por las noches. Yo descansaba tranquilo y seguro, sabiendo que
estaba al cuidado de papá y no tenía de qué temer. Si algún animal
se acercaba, mi padre se encargaría de él. Los días que pasábamos
juntos eran intensos y llenos de emoción.
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En medio de ese ambiente de tanto cariño en casa de mis tíos
Chilo y Conchita, junto con mis primos, comenzó a despertar en
mí el gusto por la música.
Mis tíos venían de familias con inclinaciones musicales. Mi abuelito Salvador, padre de mi mamá y mi tía Conchita, se había desempeñado como director ejecutivo de la Orquesta Sinfónica de
Jalapa,Veracruz, una de las más prestigiosas de nuestro país.
¡Qué rápido pasaban las horas junto al piano de mi tío Chilo! Con
mis ojos de niño cerrados, el tiempo volaba al escuchar las obras
maestras de los grandes autores de la música clásica: la Passionata,
el Claro de Luna y la Patética de Beethoven, los Conciertos para
Cuatro Manos de Diabelli, las Suites inglesas y francesas de Bach,
el Concierto para la Mano Izquierda de Manuel M. Ponce...
¡Cuántas imágenes, cascadas y paisajes podía «ver» con esas obras
maestras al escucharlas con mis ojos cerrados!
Por eso, uno de mis grandes sueños de entonces fue tocar el
piano como mi tío Chilo y algún día dirigir una orquesta sinfónica.
El hermano menor de mi madre era violinista y junto a su esposa
cellista trabajaban en una sinfónica del estado de California, en los
Estados Unidos. Escucharlos tocar junto a mi tío Chilo obras hermosas alimentaba mis ilusiones musicales, ¡esos eran momentos
de fiesta para mí!
Sin embargo, esos días divertidos de vacaciones pasaban rápidamente y más pronto de lo que queríamos, había que regresar al
bullicio de la ciudad de México.
Mi familia
Mi padre era un hombre con poca educación, pero de una gran
dedicación al trabajo.
Mi madre, maestra titulada, hacía su mejor esfuerzo por apoyar
económicamente a mi papá para suplir las necesidades de nuestra
casa. Cada mañana, muy temprano, salía mi mamacita a tomar el
autobús hacia su trabajo en una escuela secundaria operada por el
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gobierno, en donde ella daba clases. Regresaba al mediodía a comer con nosotros y salía nuevamente a continuar con un segundo
turno por la tarde hacia otra escuela. De esa forma complementaba
el ingreso familiar. Día a día, esforzándose por nosotros, mi mamacita repetía su pesada rutina, deseando prosperar económicamente y
aumentar las posibilidades de mudarnos a un barrio mejor.
Algunos años más tarde, mis padres lograron comprar a crédito un
departamento un poco más amplio, en una colonia mejor. Tenía
áreas de juegos para niños, columpios, resbaladillas y caminitos para
andar en bicicleta. ¡Estábamos felices! Era de lo más divertido jugar
a las carreras y al fútbol con mis vecinos después de la escuela.
Pero mi tiempo favorito era el fin de semana, cuando íbamos con
mi mamá a visitar a mi abuelo materno. Mi abuelito Salvador siempre nos invitaba a comer a un restaurante mexicano riquísimo que
se llamaba «Fonda Santa Anita». Ahí me «daba vuelo» y le «entraba
con ganas» a los deliciosos platillos mexicanos que servían. Por la
tarde regresábamos a casa y salía de nuevo a jugar con mis vecinitos, preguntábamos por mi papá, y mi madre respondía que tendríamos que esperar a que regresara de «no sé dónde».
«No sé dónde» era el nombre que mi mamá daba a aquel lugar al
que mi papá se iba todos los fines de semana, escapando del «engorroso trabajo» de pasar tiempo con su familia.
Muy de vez en cuando mi papá se animaba y nos llevaba al bosque de Chapultepec, un lugar de enorme tradición histórica situado en el centro de la ciudad de México. Los paseos allí eran fascinantes, especialmente cuando visitábamos el Castillo de Maximiliano y Carlota, convertido entonces en un museo. Ahí admirábamos los uniformes de los soldados españoles desde el tiempo de la
conquista hasta la guerra contra los Estados Unidos.
Mientras subíamos la cuesta que nos llevaría al castillo,mi mamá nos
contaba las historia de los Niños Héroes, un batallón de estudiantes
del colegio militar que defendió gallardamente su bastión durante la
invasión norteamericana, mientras mi papá, con su impresionante
fantasía, la matizaba con hazañas épicas que me remontaban a esos
tiempos. Casi podía ver a los soldados norteamericanos tratando de
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apoderarse del castillo mientras los niños del colegio militar resistían
con denuedo, disparando desde las majestuosas torres sus poderosos
cañones. ¡Cuánta falta me hacía compartir tiempos de familia con mi
padre, ser parte de su vida y que él lo fuera de la mía!
Así crecimos, dividiendo el tiempo entre las actividades escolares, el trabajo de mis padres y las visitas a mi abuelito y mi tía
Conchita. Los domingos pasábamos rápidamente «a la iglesia» y volvíamos a casa, preparados para iniciar nuevamente la rutina de la
semana.
Una «experiencia religiosa»
Un buen día mis padres hablaron con mi hermano y conmigo
para informarnos que había llegado el momento de «hacer la
Primera Comunión». Mi hermano y yo no teníamos ni la menor
idea de lo que estaban hablando, pero como mencionaron que
después del asunto habría una fiesta y regalos para nosotros, nos
pareció una maravillosa idea y simplemente tratamos de ponernos
muy «espirituales», iniciándonos en clases de catecismo.
La maestra era una señora viejita que nos contaba historias. Entre
ellas nos llamaban mucho la atención las relacionadas a sus hijos.
Uno de ellos «se había ido de la casa con una mala mujer.» Desde
entonces ya no le daba dinero. «Recuerden niños —nos decía—,
ustedes siempre tiene que ver primero por su madre, porque
mujeres hay muchas, pero madre solo una, no sean desagradecidos
como ese mi hijo.» Cuando llegaba a esa parte de la historia le
empezaba a temblar la voz y minutos después se ponía a llorar. Lo
más desconcertante para nosotros era cuando, en medio de la
anécdota, empezaba a bostezar y de pronto se quedaba dormida.
Entre ronquido y ronquido, mi hermano y yo nos quedábamos
asombrados, conteniendo la risa, intercambiando miradas y hablándonos con las manos, cada vez más confundidos. Lo único que deseábamos es que pronto se acabara aquel martirio y llegara el día
de la fiesta que tanto nos habían prometido.
A jalones y estirones terminamos el curso de catecismo y llegó el
día de la ceremonia religiosa. Mi mamá nos levantó muy temprano
para arreglarnos con ropa de gala y llevarnos muy elegantes. Pero
las cosas no sucedieron como habíamos planeado, porque nos
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ocurrió algo de lo más inesperado. Después de tanto anhelar nuestra fiesta, nos sorprendió una terrible calentura, comezón, urticaria
y manchas en el cuerpo: ¡Varicela! Por el malestar no pudimos disfrutar ni de la fiesta ni de los regalos, y nos recluyeron en casa por
dos horribles semanas.
Ahora me doy cuenta que mis padres, al igual que tanta gente, vivían el engaño de la religión. Seguían doctrinas y mandamientos de
hombres, que nunca pueden transformarles, sustituyendo una verdadera y fructífera relación con Dios por una serie de compromisos
sociales, vacíos e insípidos que, cuando terminan, no dejan nada.
Mis padres, engañados, daban más importancia a las cosas externas que a lo interior, enredados cada vez más en complicadas rutinas religiosas que, aunque nos mantenían ocupados, no nos llevaban a ningún lado.
Pasado el episodio religioso, volvimos a nuestra rutina de escuela
y trabajo. Nuevamente el deseo de mis padres era mudarse a un
lugar mejor por lo que, en la primera oportunidad que aprovecharon, comenzamos a planear mudarnos de ese departamento en el
área conocida como Lomas de Sotelo a una pequeña casita de dos
pisos en el cercano Estado de México.
Mi madre aspiraba ofrecernos un ambiente mejor donde crecer y
desarrollarnos, tratando de salir del rumbo donde vivíamos. Por eso,
con mucho sacrificio logró dar un pago inicial para la casa nueva.
Yo estaba muy ilusionado con el asunto porque siempre había
querido tener una casa con escaleras, como las que veía en los programas americanos en la televisión. Cada semana, mientras la construían, íbamos a visitar la obra. Se me hacía interminable el tiempo
para mudarme a mi preciosa casita con escaleras. Mi madre también ansiaba que nos instaláramos pronto, ya que estaba embarazada por tercera vez, en esta ocasión de mi hermanita Marthita, y
necesitaríamos más espacio.
Mi padre solía salir temprano a trabajar y regresar tarde.Yo pasaba la tarde ansioso esperando la llegada de mi héroe, ese hombre
alto y fuerte, que para mí era todo un paladín. A la hora de ir a la
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cama, como muchos niños, tenía miedo de la oscuridad. Encendía
la luz de la lámpara y con eso lograba tranquilizarme mientras
esperaba el momento en que hiciera su aparición mi padre y se
acercara a la cama a darme un beso y a apagar la luz. En ese instante me invadía un gran sentimiento de seguridad: «Puedes estar
tranquilo, si vienen los monstruos ya está tu protector en casa; de
un solo golpe acabará con ellos.»
¡Qué hermoso sentimiento y cuánta seguridad trae a la vida de un
niño el saberse amado y protegido por un padre!
Pero esos años fueron cortos.
Un doloroso adiós
En 1971, cuando yo contaba con once años de edad, sucedió lo
inesperado. Como en muchas historias de hogares latinoamericanos, mi padre se fue de la casa siguiendo el «canto de las sirenas». En
numerosas ocasiones había notado que mi padre no desperdiciaba
la oportunidad de hacer comentarios que me hacían sentir incómodo y sonreír con coquetería a cuanta mujer se atravesara en su camino. Nunca imaginé que eso se convertiría en la pesadilla más grande
de mi vida. En ese terrible día, un compañero de la empresa donde
trabajaba mi padre llegó junto con su esposa a hablar con mi mamá.
Yo estaba en la parte alta de la casa y escuché que decía: «Doña
Marthita, me da mucha pena tener que venir a informarle esto, pero
la verdad es que el ingeniero Hermosillo se anda dejando ver muy
acaramelado con su secre y…, pues también anda hablando mal de
usted.Y… pues, yo sé dónde están el ingeniero y su secre ahorita
(sic) y, si quiere, la llevo, para que aclare todo con el ingeniero.»
Mi pobre madre no lo podía creer.
Sabía que mi papá no era ningún santo, ¿pero esto? Consternada
y con sus ojos llenos de lágrimas, aceptó el ofrecimiento de la pareja y fue en busca de mi padre, tratando de aclarar la situación. Poco
tiempo después llegaron ambos a casa. Mi padre, al verse descubierto y confrontado, se enfureció y empezó a agredir verbalmente a mi madre. Ella lo insultó también, desesperada. Todo empeoró
hasta que, entre gritos, groserías y empujones, mi mamá tomó un
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hacha colgada como adorno en la pared y se la arrojó, tratando de
defenderse. ¡Yo no podía creer lo que estaba viendo!
¡Mis padres, dominados por la ira, estaban totalmente fuera de
control! Mi hermano y yo, aterrados, escuchábamos y veíamos lo
que pasaba desde un rincón en lo alto de la escalera. Mi padre, tratando de dar todo por terminado, se dirigió con decisión a su automóvil, mientras mi mamá le reclamaba y lo jaloneaba. En ese
momento, y sin pensarlo, me lancé a la escena tratando de detenerlo para que no se fuera.
«¡¡Papito, papito, no te vayas, por favor, no te vayas!!», le supliqué
llorando con mis manos aferradas a su pantalón. Mi mamá trató de
abrazarme para que lo soltara y entre sollozos me suplicaba que me
metiera con ella a la casa. ¡Yo no sabía qué hacer! En ese momento
me encontré en medio de la situación más desesperada de mi vida.
Mi héroe se desvanecía y en su lugar aparecía un hombre egoísta
e inmaduro, que me lastimaba no solo a mí y a mi hermano, sino a
quien se había encargado siempre de cuidarme y protegerme. No
supe ni por qué ni cómo, pero instintivamente me volví a mi
madre, la abracé y me quedé con ella.
Mi padre encendió el automóvil y se fue, dejando una estela de
confusión que marcó de menosprecio y dolor los siguientes trece
años de mi vida. Desde entonces, en mi recámara quedó una lámpara encendida todas las noches, manifestando el estado de profunda inseguridad y temor en el que quedó mi corazón.
Una cruda realidad familiar
Algunos meses después de que mi padre se fue, nació mi hermanita Marthita. Mi madre, al verse sola, desamparada económicamente y con tres hijos que mantener, tuvo que sacar fuerzas de la
flaqueza. Inspirada por la necesidad de sacarnos adelante, trabajaba de sol a sol para llevar el sustento a nuestra casa, por lo que le
sorprendió el hecho de que a mi hermanita se le diagnosticara
meningitis, lo cual le provocó una lesión cerebral y la dejó inválida
para el resto de su vida.
¡Qué cuadro tuvo que enfrentar! Despreciada por el hombre de
su juventud, con dos hijos varones que levantar y, por si fuera
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poco, cargando sobre sus espaldas el profundo dolor de ver a su
hija lisiada permanentemente. Fue algo terrible.
A partir de entonces, mi vida y la de mi familia se volvió un caos.
Mi hermano y yo cambiamos aquellos ratos de juego con nuestros
amigos por horas interminables de soledad. Los observábamos
jugar desde la ventana, mientras cuidábamos a mi hermanita inválida. Mi madre trataba afanosamente de suplir nuestras necesidades
de alimento y abrigo, a costa de su propia salud, trabajando sin descanso y exprimiendo hasta su último hálito de energía. Esto hizo
que su carácter se amargara cada vez más, al igual que nuestra relación. Desde entonces, yo siempre estaba alerta para aprovechar la
primera oportunidad de salir de mi casa.
Recuerdo que en el área donde yo vivía los padres de mis amiguitos tenían la costumbre de reunirse a comer los domingos. En
estas reuniones cada familia lleva un platillo diferente y se preparan unos deliciosos y típicos taquitos mexicanos.
Como yo siempre he sido «boca-lista», no me podía perder esas
reuniones. Eran una excelente oportunidad para poner a funcionar
mi boca, que siempre estaba lista para comer. Sin embargo, estas
reuniones también constituían una ocasión para recordarme que
yo era el «niño» diferente.
A mi madre nunca la invitaban a estas reuniones, por ser una
mujer sola, y nadie quería relacionarse con ella.Yo había oído decir
que una mujer abandonada podía representar un riesgo para las
mujeres casadas. Por eso tenía que inventar alguna historia fantástica cada vez que el padre de alguno de mis amigos me preguntaba por mi papá. Les decía que era parte de la fuerza aérea o de la
naval, o de algún circo que andaba de gira por el mundo. Ese tipo
de historias comenzaron a tomar cada día más fuerza en mi imaginación y se convertían en una buena anestesia que mitigaba
momentáneamente mi dolor, al tiempo que su ausencia desvanecía cada día más su presencia dentro de mí.
Durante los primeros años de la separación, mi padre solía visitarnos dos o tres veces al año. Su tema favorito de conversación
era su infancia desdichada, junto a un padre dictador y una madre
mártir que pudo soportar durante más de cincuenta años a un
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hombre mujeriego, bien conocido en el lugar donde vivían por
tener hijos regados por todas partes, con varias mujeres, y once
hermanos legítimos, con la mayoría de los cuales tenía pleitos casi
de muerte.
En una de esas ocasiones, mientras esperaba oír la plática de
siempre, cambió súbitamente el tema de su conversación. Con una
expresión fría y desalmada en el rostro que me dejó paralizado de
miedo de pies a cabeza, me dijo: «¿Por qué no dejan a tu hermana
en el Zócalo de la ciudad de México para que la recoja una institución de asistencia pública? Así se quitan ese problema de encima, de una vez por todas.»
«¿Cómo?», le contesté sorprendido. Me parecía imposible escuchar de mi padre ese comentario acerca de mi hermana.
Luego de la separación de mis padres, mi mamá nos habló del
poco interés que mi padre tenía en nosotros y yo siempre me
había resistido a creerle. Hasta esa tarde. A partir del lamentable
momento en el que le oí personalmente expresarse con tanta frialdad e indiferencia, la imagen de héroe que dentro de mi corazón
había querido conservar a pesar de su ausencia, comenzó a tornarse en la de un monstruo. Llegué a preguntarme cómo podía
dormir con la luz apagada, ¡junto a un ser tan temible!
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3 Acepta Ayuda
[Juan 3:16]
¿Probaste el rencor y el odio?
Espera que pruebes de Su amor…
L
A AUSENCIA DE MI PADRE NO SOLO NOS DEJÓ
sin figura paterna; también obligó a mi madre a
tener que trabajar durante todo el día para darnos de comer. Por esa razón, mi hermano y yo pasábamos mucho tiempo solos en casa.
Recuerdo las interminables horas que pasé con mi
hermano escuchando los álbumes de los Beatles,
Chicago, Earth Wind and Fire y otros, con una
raqueta de plástico en las manos que simulaba una
guitarra eléctrica y con un millón de sueños en el
corazón. Queríamos algún día llegar a ser músicos
profesionales y tocar en conciertos frente a miles
de personas.
Tiempo atrás, mi mamá consiguió que mi maestro
de música de la escuela secundaria me diera clases de
piano y, aunque la disciplina del estudio era algo que
no me gustaba, aprendí y avancé sin darme cuenta.
Desafortunadamente, todo este tiempo de ocio,
aunado al desastre familiar por el que pasamos, nos
llevó a mi hermano y a mí a cosechar fracaso tras fracaso en la escuela, lo que dio por resultado nuestra
deserción de la escuela preparatoria.
Aunque a mi madre le entristecía mucho el hecho
de que no quisiéramos seguir estudiando, observar
desde niños nuestro gran interés por la música y la
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habilidad natural que mostrábamos en esa área le hizo intuir que
quizá esa sería nuestra vocación.
Una tarde mi mamá llegó a casa acompañada de una «orientadora
vocacional». Esta persona pasó varias horas con mi hermano y conmigo, haciéndonos preguntas y tratando de convencernos de que
«un músico es igual a un muerto de hambre», pero todos sus intentos por disuadirnos resultaron vanos. La música ya formaba una
parte de nosotros y en nuestra vehemencia adolescente insistimos
en seguir adelante con nuestros sueños y así se lo expresamos a
ella y a mi mamá. Convencida finalmente, mi madre decidió sacrificar sus ahorros de varios años, los que había destinado originalmente para comprar un automóvil que tanto necesitaba y, junto
con un préstamo que pidió en su trabajo, nos llevó a una tienda de
instrumentos musicales y nos compró una guitarra eléctrica, un
bajo, una batería, amplificadores y micrófonos, todo nuevecito.
Llegamos a casa y nuestros amigos y vecinos no podían creer lo que
veían. La mayoría de ellos tenía más recursos económicos que nosotros. Siempre habían querido tener alguna de las cosas que nos acababan de comprar pero sus padres no las comprarían. Por primera
vez fuimos «la envidia de la colonia».Y comenzamos a hacer ruido…
La primera música
Nos reuníamos en el cuarto de servicio de la casa y, junto con
otros amigos que también tenían inquietudes musicales, nos poníamos a «sacar de oído» todos los éxitos rock del momento.
Antes nos conocían como «los hijos de la divorciada,» y así pasamos a ser «los hijos de la rockanrolera». Debido al escándalo que
hacíamos todos los días, los vecinos ya no ignoraban a mi madre:
ahora la odiaban. Bastaba con oír el primer «guitarrazo» para llamar
a la policía y pedir que nos callaran. ¡Como si todos los problemas
que ya tenía mi madre no fueran suficientes! Ahora tenía que
mediar entre el desarrollo musical de sus «angelitos» y la tranquilidad del vecindario.
Pero, con el paso del tiempo, esos «guitarrazos» comenzaban a
tener más coherencia. No desperdiciábamos ni un solo minuto del
tiempo que mi madre finalmente logró negociar con los vecinos
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para llevar a cabo nuestros ensayos. Tampoco dejábamos pasar la
oportunidad de tocar en escuelas, fiestas, «tardeadas,» y en donde,
por supuesto, ¡jamás cobramos un solo peso! Solo necesitábamos
que alguien fuese tan osado como para acceder a nuestras súplicas
de tocar en su fiesta o celebración y éramos capaces hasta de pagar
para que nos ayudaran a transportar nuestros instrumentos.Tocar
en público era nuestra máxima ilusión.
Estas ocasiones nos sirvieron de entrenamiento y fuimos superándonos poco a poco. Un buen día decidimos hacer una audición
en un centro nocturno de la ciudad de México. En ese momento
mi hermano y yo éramos menores de edad, así que tuvimos que
dejarnos el pelo largo para aparentar más edad y obtener el
empleo. Para alegría nuestra y preocupación de mi mamá, así fue.
Cada noche, al salir de la casa hacia el trabajo, mi madre me detenía
en la puerta y me decía: «Cuida mucho a tu hermano. Ese ambiente es muy peligroso. Abunda la droga, el alcohol y los peligros de
la noche».
¡Qué triste sorpresa la de mi madre, algunos años después, al
enterarse que el que había caído en todo eso que tanto me advertía había sido yo y no mi hermano! Qué dura forma de aprender
que no es tan importante nuestra buena educación, nuestros «buenos principios» o nuestras «buenas intenciones». ¡Separados de
Cristo, nada podemos hacer!
Un punto y coma
Pasamos dos o tres años trabajando en diferentes bares y centros
nocturnos dentro de nuestra misma ciudad y alcanzamos un buen
nivel interpretativo. Nuestro grupo, Punto y Coma, comenzó a
«tomar forma». En poco tiempo dejamos de ser un grupo de rock
pesado y nos convertimos en grupo de música para bailar.
Rápidamente nos dimos a conocer entre los empresarios de los
centros nocturnos del país. Pronto recibimos varias ofertas de trabajo de parte de cadenas hoteleras, especialmente los ubicados en
las zonas turísticas fuera de la ciudad de México.
A pesar de haber adquirido un buen nivel musical, nos estacionamos en una etapa de conformismo, muy común entre los músi[25]
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cos que gustan de oír cosas como «¡qué bien suena la banda!» Pero
ese era el comentario típico de la gente que nos apreciaba y gustaba
de nuestra música, pero que también carecía de conocimientos musicales.
Esta situación fue cansando poco a poco a mi hermano, quien
poco después decidió dejar el grupo y seguir superándose estudiando en el Conservatorio Nacional de Música. Influenciado por
él, me inscribí también al conservatorio y asistí a clases por un
tiempo. Sin embargo, en cuanto mis compromisos de trabajo se
interpusieron con mis estudios, desistí y me fui de gira por toda la
República Mexicana con mi grupo.
es el primero de izquierda a derecha.
Nuestro grupo Punto y Coma. Héctor
Yo soy el último.
En esas giras presentábamos un espectáculo muy entretenido.
Personificábamos a algunos grupos norteamericanos como The
Village People, The Four Seasons, The Beach Boys, y a algunos artistas latinos del momento como Emmanuel y José José. También
interpretábamos partes de películas musicales como Vaselina,
Fiebre de sábado por la noche, etcétera. Durante ese tiempo,vi con
frecuencia cómo algunos de mis compañeros del grupo fumaban
marihuana y, a veces, yo mismo les ayudaba a hacer los cigarrillos.
Cuando mi hermano dejó la banda, sentí la necesidad de establecer un lazo más fuerte con mis compañeros. Pasábamos la vida via[26]
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jando y viviendo juntos. De alguna manera, nos habíamos convertido en una «familia».Y fue con esa «familia» que decidí probar lo que
me habían dicho por tanto tiempo que proporcionaba experiencias
increíbles: la marihuana.
Recuerdo aquella noche en la ciudad de Villa Hermosa, capital del
estado mexicano de Tabasco; era nuestro día libre. El bajista y yo
salimos junto con unos amigos a dar un paseo por las pirámides de
Uxmal, un lugar arqueológico impresionante, enclavado en la selva
del sureste mexicano, y en donde se presentaba un espectáculo de
luz y sonido. Al llegar nos sentamos en las escaleras de una de las
enormes pirámides, desde donde podíamos contemplar un cielo
completamente lleno de estrellas.
Mientras comenzaba la función, mi amigo me dijo: «¿Podría haber
una mejor ocasión que esta para darnos un “toque” y pasárnosla
increíble?» En mi familia había muchos fumadores: mi abuelo, mi
padre, mis tíos. Por curiosidad y por desear imitar a los adultos a
mi alrededor, desde los doce años caí en este vicio. Pero hasta esa
ocasión en Uxmal consideré por primera vez la posibilidad de
fumar marihuana. Simplemente me dije: «¿Por qué no? Este es el
momento. Mi hermano ya no está en el grupo, así que no hay
quien se lo diga a mi madre. Además, quiero saber qué se siente y
que ya no me lo cuenten. Al fin y al cabo, solo será esta vez.»
Mientras aún pensaba estas cosas, alguien me pasó el cigarro de
marihuana. Con un poco de temor lo acerqué a mi boca y le di una
fumada. Las manos me sudaron mientras esperaba que surtiera
efecto. De pronto, mi atención se vio cautivada por completo en
el espectáculo de luz y sonido. La música, la iluminación y las danzas representando una historia del mundo maya me envolvieron.
Un momento después, y sin darme cuenta, quedé totalmente
sumergido en la obra. Me sentía tan parte de ella que, sin importar
quién estaba ahí, comencé a gritar eufórico y a reír como un tonto
hasta que terminó el espectáculo.
No fue sino hasta que se despidieron los bailarines y apagaron las
luces, que comencé a darme cuenta de que algo raro me había
sucedido. Me sentía cansado, torpe y hambriento pero, al mismo
tiempo, sorprendido de que la experiencia hubiera sido tan increí[27]
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blemente «agradable». Me moría por llegar al hotel y contarle a mis
otros compañeros del grupo que finalmente había perdido el
temor y que ahora podían contar conmigo para «viajar» juntos.
¡Qué pronto se me olvidó que dije que sería solo una vez! Lo único
que quería a partir de ese momento era «darme un toque» con mis
compañeros y así probarles que ya era parte de ellos.
Al otro día, no podía dejar de pensar en la impresionante experiencia que había vivido la noche anterior. Lo único que me importaba era que se repitiera la experiencia otra vez. Después de trabajar, fui de inmediato al hotel donde habíamos preparado una reunión. Pusimos una grabadora con nuestra música favorita y uno de
mis amigos del grupo sacó un cigarrillo de marihuana, lo encendió
y me lo dio: «A ver si es cierto, hijo». Sin ningún temor le di dos o
tres fumadas.
Todos me aplaudieron. «¡Bien! ¡Bien, hijo!» Estaban muy complacidos de que al fin pudiéramos identificarnos plenamente. No
habían terminado las felicitaciones, cuando sentí que todo a mi
alrededor se tornaba muy lento. La música me sonaba tan intensa
en su contenido que hasta me parecía ver las manos del pianista,
interpretando cada nota como una bailarina que se deslizaba sobre
el teclado. En medio de mi absurda alucinación, creí comprender
el verdadero sentir del autor.
A la postre, el oír música bajo el efecto de la marihuana, se convertiría en mi pasatiempo favorito, atrapándome en una adicción
que me llevaría de una droga a otra, buscando cada vez una satisfacción mayor.
Mis compañeros no dejaban de animarme a probar una y otra
droga, afianzando mi dependencia y felicitándome cada vez que
cedía a su presión. A pesar de eso, yo asumía que, regresando a
casa, después de la gira, todo este asunto de las drogas se acabaría
y podría reanudar mis actividades normales.
Qué sorpresa la mía cuando, al levantarme de la cama el primer
día que dormí en casa y sin pensarlo, salí apresuradamente a buscar a mi amigo el bajista, quien también era mi vecino, para conseguir algo de marihuana. Había perdido por completo el control
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de la situación. Al principio, esta idea me atemorizó. Sin embargo,
al verme incapacitado para luchar en contra de ella, simplemente
me dejé arrastrar por el placer del momento e hice caso omiso a la
voz de mi conciencia que me advertía que todo acabaría mal. ¡Qué
fácil es tomar decisiones en la vida, pero qué difícil es medir las
consecuencias!
Por eso el Señor nos advierte en el Salmo 1:
«Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los malvados, …»
Dichosa es la persona que no presta sus oídos a consejos vanos,
ya que la naturaleza humana es incapaz de resistir por sí misma a
la continua exposición a la tentación.
«…ni se detiene en la senda de los pecadores…»
Ni anda en malas compañías, «amigos» que no son amigos y terminan por influenciarnos con sus ideas y costumbres nocivas.
«…ni cultiva la amistad de los blasfemos, …»
Es decir, aquellas personas que no solo han cedido a la tentación
sino que, para «aliviar» la voz de su conciencia, tratan de convencer a otros de participar de dichas prácticas.
«Saben bien que, según el justo decreto de Dios, quienes practican tales cosas merecen la muerte; sin embargo, no solo siguen
practicándolas sino que incluso aprueban a quienes las practican».
Romanos 1:32
¡Qué revelación tan clara nos da la Escritura sobre el proceso que
lleva a la esclavitud en cualquier adicción, vicio o degradación del
ser humano!
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4 que me Das
[Salmos 69:21]
Por darme lo dulce y Tú probar la hiel.
O
TRA DE MIS GRANDES DEBILIDADES ERAN LAS
chicas. En México, como suele suceder en los
países donde predomina la tez morena, las que
más llaman la atención son las rubias, de modo que
ese era el tipo de chicas con las que me gustaba salir.
La escuela donde mi mamá trabajaba era famosa en
el área porque allí asistían infinidad de chicas guapas,
así que me gustaba ir a dejarla por las mañanas al trabajo y, algunas veces, le pedía que me presentara a
alguna, para invitarla a salir.
Por supuesto, mi mamá también tenía su propia opinión acerca de la chica perfecta para mí. En cierta
ocasión, me extrañó mucho el hecho de que llegara
del trabajo muy interesada en platicar conmigo acerca de esto. Mi relación con ella en ese entonces no
era muy buena y poco buscábamos platicar.
Normalmente, siempre terminábamos discutiendo.
Pero ese día su plática se tornó muy cordial.
Estaba muy entusiasmada por presentarme a una tal
Elsita Ponce. Me gustó la idea y, la siguiente mañana,
llevé a mi mamá a la escuela para conocerla. Y, ¡sorpresa! Era una niña gordita y muy morenita, ¡ah!, pero
eso sí: la niña con el mejor aprovechamiento de toda
la escuela, poseedora de todos los premios y las
mejores notas del plantel, «la chica perfecta para mí»
desde el punto de vista de mi madre. No puedo negar
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que tenía una linda sonrisa pero, definitivamente, no era el tipo de
chica que yo buscaba.
Varias semanas más tarde, una alumna de mi mamá y compañera
de clase de la tal Elsita, festejaba sus quince años e invitó a mi
mamá a su fiesta. Mi mamá, a su vez y con premeditación, alevosía y ventaja, me pidió que la acompañara. Ella sabía que la mejor
amiga de la festejada, Elsita Ponce, también asistiría y nos acomodarían en la misma mesa.
Esa noche, sucedió algo inesperado.Yo era un tipo de la calle, fracasado como estudiante, interesado solo en la música y en mis
vicios, que «vivía» de noche tocando en bares y sin más aspiraciones. Ella era una niña cuidada, inocente, de familia acomodada,
muy inteligente, y llena de sueños y metas en la vida.
Sin darme cuenta, quedé preso en su conversación. ¡Era tan diferente! Me sentí tan atraído que quise tomar sus manos. No se me
ocurrió algo mejor que invitarla a bailar y ella aceptó, sonrojada.A
partir de entonces nos hicimos amigos y no dejábamos pasar ninguna oportunidad para estar juntos.
Recuerdo la primera vez que la invité a salir al cine con mi grupo
de amigos. Sus papás accedieron con la condición de que la acompañara su hermana y estuviéramos de vuelta en su casa no después
de las 11 de la noche. Al salir de la función todavía teníamos algo
de tiempo y mis amigos propusieron comer algo en una cafetería.
Así lo hicimos.
Sumergidos en nuestra conversación, perdimos toda noción del
tiempo. De repente volteé y vi por la ventana la furiosa cara del
papá de Elsita, que había venido en pijama a recoger a sus hijas.
Miré mi reloj y ¡eran más de las doce!
Apenado por empezar tan mal mi relación con él, traté de darle
veinte explicaciones, pero él no quiso escuchar nada.
Simplemente tomó a sus hijas y se fue. Mis amigos y yo no sabíamos qué hacer. Sorprendidos y algo asustados lo seguimos hasta a
su casa. Su mamá estaba llorando en la puerta y nos recibió diciendo que no volviéramos nunca.
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No cabía la menor duda: las cosas no serían fáciles para nosotros.
Yo no estaba acostumbrado a dar cuentas de mi vida a nadie y
mucho menos a cuidar y respetar las reglas de conducta de otras
personas. Aun así, el que tuvieran esta preocupación por su hija
era algo que inconscientemente yo admiraba. ¡Qué más hubiera yo
deseado para mi propia vida que un padre pendiente de saber
dónde estaba y a qué hora regresaría, preocupado por vigilar mis
amistades y por corregir mi conducta! Esta fue la primera de
muchas tonterías con las cuales les dimos a mis suegros grandes
dolores de cabeza.
En aquel momento yo no tenía la capacidad de comprender a sus
padres. Cuando me veían llegar a visitarla, casi «ponían ajos en las
puertas» para que se fuera el «demonio» de su casa. Estoy seguro
de que deben haber pasado mucho tiempo preocupados, buscando la forma de deshacerse de mí.
Y es que Elsita, que siempre había sido una niña intachable y que
no daba problemas, influenciada por mí, empezó a desobedecer, a
mentir y a despertar a su propia debilidad en la carne. ¡Pobrecitos!
Ahora que soy padre puedo comprenderlos mejor. Y no los culpo.
Me imagino lo que pensaban al verme con el pelo al afro look, vestido como vago y, para rematar, ¡músico!
Elsita y yo realmente personificábamos a «la dama y el vagabundo».
Lamentablemente, comparado con la realidad, era poco lo que ellos
percibían. Yo vivía una doble vida. Como en la historia de la bella y
la bestia, al dejar a Elsita en su casa se acababa el encanto: yo volvía
al bajo mundo de las drogas, el alcohol y las mujeres de la noche, un
mundo al que ella jamás debía enterarse que yo pertenecía.
Elsita y su familia representaban todo lo que yo hubiera querido
tener: un padre responsable y respetuoso y una mamá en casa cuidando a sus hijos. En fin, una familia. Pasar tiempo con ellos me
daba un sentido de pertenencia a algo que valía la pena. Pronto
«adopté» a sus hermanos varones y los incluí en muchas de nuestras aventuras. Además de nuestro chaperón, o sea su hermana,
siempre que podía me llevaba a sus hermanos.
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Me gustaba ahorrar dinero e invitar a todos de día de campo.
Elsita preparaba unas ricas tortas mexicanas, comprábamos gaseosas y nos salíamos a escondidas en el coche de su mamá. A pesar
de no conocerle en ese entonces, es evidente que siempre tuvimos
la protección del Señor sobre nosotros. En todas esas ocasiones en
las que sucedieron percances inesperados (la pinchadura de un neumático o algún problema mecánico), pudimos salir adelante y resolver la situación para llegar sanos y salvos de regreso a su casa.
Me sentía como el «papá de los pollitos» y me encantaba tener a
alguien en quien desahogar ese sentido de protección que desde
niño me había caracterizado, cuando cuidaba de mi hermano y de
mi hermanita en casa.
Un vestido blanco
Un día decidí darle una sorpresa a Elsita:la llevaría a comprar un vestido blanco para el cual yo había ahorrado desde tiempo atrás.
Yo trabajaba en la famosa Zona Rosa de la ciudad de México, en
donde hay un mercado de artesanías muy visitado por el turismo
internacional, muy cerca del Monumento a la Independencia. Cada
vez que pasaba por ahí, me imaginaba a Elsita usando aquel vestido
blanco que tanto deseaba comprarle, ¡sabía que se vería preciosa
con él!
Ese día la intercepté cuando iba a la escuela y la convencí de que
me acompañara. Elsita, que tenía pocas defensas en contra mía,
accedió. Nos dirigíamos a la Zona Rosa cuando, al pasar frente a
las instalaciones de un club deportivo, un muchacho atravesó la
calle descuidadamente. Totalmente desprevenido, no tuve tiempo
de frenar y lo atropellé. Aunque no iba muy rápido, el impacto
hizo que el muchacho cayera sobre el cofre de mi automóvil y
rodara al piso. Lo primero que pensé fue que lo había matado.
Todo sucedió tan rápido que no lo podía creer. Por un segundo
me imaginé arrestado por la policía y encerrado en la cárcel de por
vida. Sumamente asustado, quise huir y estuve a punto de pasarle
el carro por encima al muchacho. El papá del muchacho, que lo
acompañaba, me gritó y se paró frente al auto para que me detuviera. Elsita también gritó: «¡¡Detente!!»
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Entonces reaccioné y me bajé del auto, suplicándole que me
perdonara. El papá del muchacho me dijo que moviera el carro.
Él estaba conciente de que la culpa había sido de su hijo y no me
iba a entregar a la policía. Moví el carro una cuadra adelante,
mientras Elsita se quedaba con la familia, para tratar de ayudarles. El muchacho tenía fracturado el fémur y, con la pierna totalmente doblada en ángulo, gritaba con desesperación por causa
del dolor. Cuando llegó la policía, el padre del muchacho cumplió su palabra y no dijo nada acerca de mí. Luego, simplemente me dio una tarjeta y me pidió que le hablara después para
informarme acerca del estado de salud de su hijo. Regresamos a
mi casa y así lo hice. Su papá nos dijo más tarde que tuvieron
que ponerle un clavo en la pierna e iba a cojear ligeramente por
el resto de su vida.
Realmente no me explico por qué razón su padre reaccionó de
esa manera pero, ahora que reflexiono acerca de este incidente, le
doy gracias a Dios por su misericordia para conmigo y para con ese
muchacho. En cuestión de segundos estuve a punto de acabar con
su vida y, seguramente, con la mía también.
Una vez que se nos pasó el susto, retomamos nuestro plan original y fuimos a comprar el vestido blanco. Regresamos a casa
de Elsita y con mucha ilusión quisimos compartir el gusto del
vestido nuevo con sus papás. Su papá lo vio e inmediatamente le
cambió el color del rostro. Tratando de controlar su molestia,
nos dijo que a una chica decente no se le regalaban vestidos, y
que su hija no lo podía aceptar. Elsita y yo nos miramos sorprendidos, sin entenderlo.Yo me sentí muy ofendido. Había ahorrado con tal ilusión para comprarlo que nunca pensé que sería
un problema.
Ahora me doy cuenta con qué inocencia dejábamos ver nuestro
deseo de que nuestro noviazgo fuera algo más. Sus padres, como
adultos, podían darse cuenta y trataban a toda costa de evitar que
nuestra relación se formalizara.
Elsita y yo hicimos muchas tonterías durante nuestro largo
noviazgo de seis años. Ella pasó de ser una niña inocente y cuidada, a una adolescente enamorada capaz de mentir, escaparse y
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desobedecer a sus padres. Lo único que conservó de su personalidad original fue su capacidad para estudiar, lo cual hacía todas
las tardes, mientras yo me dedicaba a perder el tiempo junto a
ella enfrente de la televisión. Todavía me pregunto cómo podía
concentrarse con todo ese ruido. Tan pronto terminaba de estudiar, muy diligente se iba a la cocina a prepararme unos ricos huevitos rancheros.
Elsita y yo a los dos años de novios.
Mientras tanto, su mamá no cesaba de repetirle que no quería
«invitados permanentes» y, con directas e indirectas, trataba de
hacerme saber que debía irme. Cuando al fin lograba echarme de
su casa, caminaba lo más rápido posible hasta la mía, separadas
como por cinco kilómetros, para hablarle por teléfono y soñar lo
increíble que sería no tener que decirnos adiós nunca más.
Deseábamos poder estar juntos para siempre.
Pero esas conversaciones telefónicas, que se extendían por horas,
terminaban abruptamente cuando su mamá o su papá salían furiosos de la recámara a colgarnos el teléfono para que los dejáramos
descansar. ¡Pobres de sus papás! No los dejaba en paz a ninguna
hora. Bueno, solo por las mañanas pues solía quedarme dormido
hasta muy tarde, después de los desvelos que pasaba en mi trabajo.
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Dios me protegió a través de Elsita para no caer más bajo. Ella
creyó en mí y eso me animó a superarme. Anhelaba poder casarme y formar una familia como la suya. No imaginaba que el Señor
tenía preparado algo aún mejor para nosotros.
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5 tu oportunidad
[Mateo 11:28-29]
Para alcanzarme y llevarme contigo.
M
I DESEO DE POSEER UN AUTO PROPIO Y MI
adicción a las drogas, cada vez más grave,
fueron determinantes para tomar la decisión
de abandonar mi casa.
Mi madre tuvo que sufrir de nueva cuenta el dolor
de mi ausencia, justo en el momento en el que más
me necesitaba. A pesar de que ella fue quien me dio
todo lo que hasta ese momento era y poseía, ni
siquiera se me ocurrió ayudarla económicamente
cuando comencé a devengar un salario por mi trabajo como músico. Mi obsesión por el automóvil, siendo tan grande, no podía compararse a mi nefasto
egoísmo.
En contraste, en cuanto mi hermano recibía su salario, de inmediato se lo entregaba desinteresadamente a mi madre. Mis duras críticas no se hacían esperar.
Sabía que él también quería comprar un auto y,
según yo, así jamás llegaría a conseguirlo. Sin embargo, mi madre guardó ese dinero secretamente y,
cuando acumuló lo suficiente, animó a mi hermano a
comprarse el automóvil que tanto había soñado. No
puedo negar mi amarga sorpresa al enterarme que mi
hermano estrenaba su automóvil. Yo me quedé solamente con la última sílaba de la palabra: «vil».
Eso era yo: un vil egoísta que atesoraba en sacos
rotos.
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Pasado un tiempo de esto y mientras ensayaba con mi grupo en
un centro nocturno en la ciudad de México, se presentó mi madre.
Estaba visiblemente afligida y traía consigo una pequeña maleta.
Llamándome aparte y con lágrimas en los ojos, me dijo que venía
a despedirse. Esa misma tarde se internaría en un hospital para que
le extirparan un tumor en la matriz. Debido al riesgo que eso
representaba, no había querido internarse sin antes verme. Esa
podría ser la última vez.
Yo no tenía ni la más remota idea de que mi madre sufriera tal
padecimiento. A mí solo me importaban mis asuntos y tenía mucho tiempo de no interesarme en ella, así que le di un beso y, deseándole «buena suerte», me di la media vuelta para continuar con
mi ensayo.
Esa tarde, al terminar el ensayo, uno de mis compañeros me sugirió ir al hospital para saber cómo había salido de la operación, así
que nos dirigimos hacia allá. Al llegar, por casualidad encontré a
mi hermano en el elevador.
Bañado en lágrimas y casi sin poder hablar, me comentó que al
llevarla al quirófano habían pasado un momento muy triste. Mi
mamá estaba muy angustiada y le suplicó que no desamparara a mi
hermanita. Sabía que, si ella fallecía, no tenía a nadie más con quien
contar. Yo, por otro lado, como resultado más de mi egoísmo y
desinterés, siempre estuve confiado en que ella saldría bien de la
operación.
¡Gracias a Dios así fue! El tumor había resultado ser un fibroma
grande pero benigno. En aquel momento, no me di cuenta del
gran favor que el Señor me hacía al preservarle la vida.Ya restablecida, fue dada de alta del hospital. Se sentía tan agradecida con
«Dios» —un Dios al que no conocía— que sintió la necesidad de
acercarse a Él y agradecerle la oportunidad de seguir atendiendo a
su hijita enferma.
Inmediatamente se dedicó a buscarlo, comenzando en el lugar
donde sus padres le habían enseñado muchos años atrás. Sin
embargo, igual que en el pasado, acercarse a las imágenes veneradas por sus antepasados no la relacionaba con ellas. Como dice el
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Salmo 115:5: «Tienen boca, pero no pueden hablar; ojos, pero no
pueden ver». Se sintió tan frustrada como antes.
Sin embargo, por aquellos días mi madre conoció a una profesora que trabajaba en la misma escuela en donde ella daba clases. No
pasó mucho tiempo antes de invitarla a su casa, donde se ofrecía
un estudio bíblico todos los miércoles por la noche. Este estudio lo
dirigía el licenciado Pablo Monsalvo, quien compartía las riquezas
de la Biblia con sencillez y autoridad, respaldando cada palabra con
el testimonio de una familia sólida.
Dos importantes Decisiones
Mi hermano y mi madre, después de asistir algunas veces al estudio bíblico, y cansados de llevar a cuestas la dura carga de su pecado, decidieron aceptar de inmediato la invitación de Jesús:
«Carguen con mi yugo y aprendan de mí, pues yo soy apacible y
humilde de corazón, y encontrarán descanso para su alma» (Mateo
11:29). Este descanso se hizo una realidad en ellos y no dejaban de
animarme a acompañarlos. Desgraciadamente, en ese momento
yo no quería escuchar nada de lo que me decían. Me molestaba
que me «sermonearan» y, como no me dejaban en paz, opté por
burlarme de ellos y criticarlos. «No cabe duda que somos una familia de locos», pensaba yo.
Sin embargo, como resultado de su decisión, empezaron a operarse cambios evidentes en sus vidas y ocurrió algo que me hizo
pensar que la decisión que habían tomado era digna de considerarse. Resulta que mi mamá llevaba ya algunos meses recibiendo
en casa a un amigo español llamado Enrique, quien se decía
divorciado.
Enrique era una persona educada que gustaba mucho de la literatura, al igual que mi madre, y con quien ella se sentía contenta
y tranquila. Me caía muy bien no solo por eso, sino porque nos
había ayudado a arreglar la casa y dejarla muy bonita. Era muy
hábil para instalar tapices y alfombras, así que comenzaron a
redecorar. Mi madre sonreía y parecía haber recuperado la ilusión por su hogar. Me hacía sentir muy bien el que finalmente
hubiera encontrado a la persona que por tantos años había estado buscando.
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En medio del abandono de mi padre, mi madre trató de establecer una relación emocional sana con diferentes pretendientes, sin
éxito.Yo siempre quise que mi madre rehiciera su vida, y no solo
por ella, sino por nosotros. Nos seguía haciendo falta una imagen
masculina en el hogar. Mi mamá y Enrique habían acordado que
podía quedarse en casa mientras se tramitaba su permiso de trabajo en México. En el momento de la operación, él estaba en España,
debido a un requerimiento semestral que era parte de los trámites
que necesitaba realizar.
En esa ocasión, cuando regresó de España, se encontró con la
sorpresa de que mi mamá le había preparado un cuartito fuera de
la casa. Según le explicó, ahora que había entregado su vida a
Cristo, se daba cuenta de que la situación en la que estaban viviendo no era agradable a Dios.
Para mi mente carnal todo ese asunto resultaba totalmente exagerado y ridículo; como cosa de adolescentes.Yo pensaba que mi
mamá debía disfrutar la vida y aprovechar esa oportunidad.Ya bastante había sufrido todos estos años por el abandono de mi padre.
Ahora que había encontrado un buen hombre que la amaba, me
parecía lo de menos si estaban casados o no.
Pero ella estaba empeñada en que Enrique no podía compartir la
habitación con ella hasta que se casaran. Una y otra vez me repetía totalmente convencida: «La Biblia dice que el que quiera salvar
su vida la perderá, pero el que la pierda por hacer Su voluntad la
ganará».
A la edad de mi madre, Enrique representaba quizá la última
oportunidad para no estar sola y aspirar a una estabilidad emocional. Y no solo eso: mi mamá siempre había soñado encontrarse a
un hombre que la hiciera sentirse apreciada y con quien pudiera
compartir sus intereses.Yo sabía que la herida de menosprecio que
mi padre había dejado en mi corazón, ella la sufría también desde
hacía muchos años.
Fue una decisión muy difícil para ella. Se encontraba en una disyuntiva: poner por obra lo que había aprendido en la Palabra («Si
ustedes me aman, obedecerán mis mandamientos» Juan 14:15), o
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retener lo que parecía constituir su estabilidad sentimental.
Recuerdo que, en aquel entonces, las nuevas amistades que frecuentaba mi mamá la trataban de animar, diciéndole: «Marthita,
¡haz lo que tienes que hacer! Seguramente Dios tiene para ti al
“Príncipe Azul” que has estado esperando todos estos años; el
hombre de Dios para ti».
Mi madre estaba en ese entonces en sus «cuarentas» y todavía con
muchas expectativas de tener un compañero con quien compartir
los años por venir. Sin embargo, el impacto que Dios había hecho
en su vida a través de la libertad del perdón era gigantesco. Entendió
que el precio que se había pagado por ella fue tan alto, que quiso
vivir dignamente del sacrificio de Cristo, guardándose en obediencia. Finalmente, decidió renunciar a Enrique, confiando que esa era
«la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta» para su vida.
Enrique no quiso entender razones y mucho menos asistir a los
estudios bíblicos. Cuando habló con mi mamá, le hizo saber que
había estudiado en un convento y pertenecido a una orden de sacerdotes católicos, y aunque había decidido no ejercer porque sabía
que no tenía vocación, «todo eso de la Biblia» lo conocía desde niño.
Enrique era una de esas tantas personas que, dentro de su religión, había oído hablar de Dios como equivalente a un conjunto
de normas resumidas en interminables listas de «haz esto y no
hagas aquello». Luego, al darse cuenta de su incapacidad para cumplir con ellas, se había alejado decepcionado.
Nunca entendió que Dios había dado la ley y los mandamientos
no para que nos ufanáramos por intentar cumplirlos, sino para que
nos diéramos cuenta de nuestra incapacidad para hacerlo debido a
nuestra naturaleza pecaminosa; para hacernos ver nuestra debilidad preparando nuestro espíritu y nuestro corazón, y para llevarnos de la mano a recibir la libertad del perdón mediante Cristo,
siendo transformados por el poder de su Espíritu. Al poco tiempo
Enrique se fue dejando una sombra de duda y una vaga esperanza
en el corazón de mi madre.
Todos esos cambios en casa despertaron mi curiosidad. Quería
saber, qué «mosca había picado» a mi mamá y a mi hermano como
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para hacerlos capaces de tomar decisiones tan drásticas. La
siguiente vez que me invitaron a lo que llamaban «estudio bíblico»
acepté ir. Le avisé a mi novia Elsita y la invité a acompañarme. Sabía
que a ella siempre le había gustado leer acerca de diversas filosofías, orientales y occidentales, y de alguna manera estaba buscando
«algo».
Llegamos al estudio bíblico y la gente, muy sonriente, nos invitó a
sentarnos. Empezaron a entonar canciones muy raras, que nunca
había escuchado y que, por cierto, me parecían musicalmente muy
bobas. Aunque, de alguna manera, su mensaje me dejaba sentir algo
diferente. Luego, el Licenciado Monsalvo oró para dar inicio al estudio bíblico y, antes de abrir Biblia, nos dijo: «Este libro no es un libro
religioso ni filosófico, sino el testamento que Dios nos ha dejado,
lleno de promesas que pueden enriquecernos y llevarnos a la conquista de una vida abundante, conforme al propósito del que la creó».
Sonaba muy interesante.«¿Conocer el propósito de Dios para mi
vida después de tantas preguntas sin respuesta? ¿Tener una vida
abundante? ¡Wow, quién podría negarse a recibir eso!», pensé.
Con el ceño fruncido escuché su siguiente comentario y no me
fue tan agradable como el primero: «En nuestro caso, el castigo es
justo, pues sufrimos lo que merecen nuestros delitos» Lucas 23:41.
Hasta ese momento yo pensaba que la razón de todo lo malo que
me pasaba era causado por el abandono de mi padre o porque mi
mamá trabajaba todo el día y no tenía tiempo para mí. Llevaba
varios años amargado y acomplejado porque éramos la familia rara
del vecindario, la que no tenía dinero, en donde no había un papá.
Mientras nuestros amigos se iban de vacaciones a Acapulco, yo no
tenía dinero ni para ir al cine. Víctima de las circunstancias, mi
vida era una constante queja.
Ese pasaje bíblico que escuchaba por primera vez, me confrontaba con una nueva perspectiva. Mi situación actual era el producto de mis malas decisiones. Pero eso no era lo peor.
«Porque la paga del pecado es muerte», dijo después Pablo. Mis
malas decisiones me tenían condenado a la muerte eterna.
«…Pues todos han pecado y están privados de la gloria de Dios…
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Pero Dios demuestra su amor por nosotros en esto: en que cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros». ¡Uf, qué
alivio! Había solución, había alguien que podía ayudarme, pero...
¿Jesús?
Para mí Jesucristo era solo un personaje histórico. Un profeta, un
buen hombre o una mezcla de ambos, pero siempre alguien lejano que no tenía nada que ver conmigo.
Esta vez, la persona de la que me hablaban parecía ser real, estaba buscándome y tenía el poder para libertarme de toda esa confusión que me tenía preso dentro del bote de la basura.
Pero había dos condiciones. Dios esperaba de mí que reconociera mi culpabilidad sin buscar excusas ni justificaciones: mis mentiras, mis robos, mi egoísmo y el hecho de que estaba destruyendo
mi cuerpo con drogas, alcohol y fornicación. Dios quería enseñarme a llamar al pecado por su nombre.
Después Pablo continuó: «Porque tanto amó Dios al mundo, que
dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna». Juan 3:16
Ese día, por primera vez se abrió la Biblia ante nosotros y escuchamos un mensaje diferente. La palabra de Dios penetraba en
nuestros corazones y discernía nuestros pensamientos y nuestras
intenciones. Su mensaje de amor eterno nos confrontaba con nosotros mismos y nuestra realidad, pero no para condenarnos, sino
para ofrecernos una solución a través de la transformación operada por el perdón. Asimismo, ponía delante de nosotros la oportunidad de dejar atrás el pasado y empezar una vida nueva. Poco
entendíamos de todo lo que se exponía ante nosotros, pero esas
palabras habían quedado sembradas en nuestros corazones. Sin
poder explicarlo, algo había pasado en nosotros.
Al salir del estudio bíblico, Elsita y yo no podíamos hablar.
Queríamos criticar lo que habíamos oído y no darle mayor
importancia, pero algo dentro de nosotros nos detenía.
Sabíamos que lo que ahí escuchamos era verdad. Cuando al fin
pudimos cruzar algunas palabras, comentamos que sería intere[45]
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sante regresar la próxima semana. Así comenzamos a asistir a los
estudios regularmente.
En un principio las palabras que escuchaba me hacían sentir
mejor. Desgraciadamente todavía no había podido dar el paso de
someter mi voluntad a la voluntad de Dios. Mezclaba las historias
bíblicas con mi adicción como si eso fuera un pasatiempo.
Continuaba drogándome y alucinando con los carros de fuego de
Elías, el poder del pequeño David venciendo al colosal Goliat,
etcétera. Pero la Biblia, que es más cortante que toda espada de
dos filos y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón, iba mostrándome poco a poco mi verdadera condición.
Yo era un miserable y cautivo de temores. Herido de menosprecio, culpabilidad y confusión, viviendo una vida sin sentido.
Encerrado en mi egoísmo, pensando que la felicidad se encontraría alejándome de mi familia y de aquellos que me amaban y oraban por mí; refugiándome en el ambiente de centros nocturnos y
vida disipada en el que me encontraba; tratando de llenar mi vida
con fiestas, drogas, mujeres, música, ..., viajando de aquí para allá,
sin darle cuentas a nadie, dejando pasar los mejores años de mi
vida, sin propósito.
¡Hasta que llegó ese maravilloso y poderoso día!: Veinticuatro de
enero de mil novecientos ochenta y cuatro. Ahora que lo recuerdo, no puedo dejar de estremecerme.
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6 Ahora veo Luz
[Juan 8:12]
Ahora veo Luz en lo que fue mi oscuridad.
H
ABÍAMOS ENSAYADO TODO EL DÍA. ESTÁBAMOS
montando un espectáculo nuevo con el que nos
presentaríamos durante todo ese año en varios
centros nocturnos a todo lo ancho de la República
Mexicana, así que ni siquiera habíamos comido.
Al terminar el ensayo, Memo,el guitarrista del grupo,
me invitó a cenar a su casa. Memo vivía en un barrio
muy céntrico de la ciudad de México llamado San
Cosme, muy cerca de la Torre Administrativa de la
compañía Petróleos Mexicanos, el más edificio más
alto de la ciudad. Su familia, al igual que la mía, sufría
de la ausencia del padre. Su madre nunca estaba en
casa y los hijos vivían como les daba la gana.Y Memo,
al igual que sus hermanos, ya era cautivo de las drogas.
Llegar a su casa, era como un oasis para los drogadictos como yo. Siempre tenía el «mejor material», y
esa noche no era la excepción.
«Antes de cenar, ¡hay que celebrar!», dijo Memo.
Subimos a la azotea del edificio donde él vivía y sacó
un cigarrillo de marihuana.
—¿Memo, qué es un solo cigarro para un par de
marihuanos como tú y yo? —le dije.
—No es cualquier marihuana, es una tratada especialmente para expertos como nosotros —me contestó—: es marihuana mezclada con cocaína,
envuelta para fumar.
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De inmediato me entusiasmó la idea de probar algo nuevo y
más potente. Necesitaba cada día dosis más fuertes para llegar al
nivel que me gustaba. Así que tomé el cigarro, lo puse en mi
boca y, cuando iba a «dar el primer jalón,» Memo me dijo: «Solo
uno o dos jalones, porque este material está fuerte, ¡no se te vaya
a pasar la mano!»
Pero yo me creía un experto y, además, siempre quería ser el
héroe de mis «cuates», demostrándoles que yo estaba más loco que
ellos. Así que me acabé todo el cigarrillo.
De inmediato empecé a sentir los efectos de la droga. La euforia
propia del efecto de la cocaína me tomó por sorpresa. Las manos me
sudaban, los músculos de las mandíbulas me dolían, reía de cualquier tontería. Pero rápidamente fui pasando de ese estado eufórico a un estado depresivo. A cada minuto se fue haciendo más y
más profundo, hasta que sentí que perdía el control. Podía percibir que los latidos de mi corazón se hacían cada vez más lentos y
parecía que se detendrían en cualquier momento. Fue entonces
que el pánico se apoderó de mí.
Aquella torre de Petróleos Mexicanos se hacía cada vez más alta
y parecía caerme encima. Recordé que no había comido en todo
el día y, como drogadicto «experto», sabía que para lograr que se
me pasara el efecto tenía que comer, así que le dije a Memo:
«¡Regálame algo de comer para que se me baje porque me estoy
sintiendo muy mal!»
Memo, en medio del efecto de la droga, me decía: «¡No te claves,
hijo!, ahorita se te pasa». Yo trataba de controlarme pero cada vez
me sentía peor. Comencé a suplicarle: «¡Dame algo de comer por
favor!» Al verme desesperado, me dijo: «Vamos al departamento
para darte algo de comer».
Al llegar al departamento tocamos el timbre. Su hermana mayor
nos abrió la puerta y de inmediato notó que estábamos bien drogados: «¡Qué onda con esos ojitos de conejo!», exclamó.Traté de disimular mi malestar frente a ella haciendo caso omiso de su comentario y, luego de brindarle una sonrisa nerviosa, Memo y yo nos dirigimos a su habitación. Para llegar a ella teníamos que pasar por la
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sala de estar, donde se encontraba su mamá viendo televisión. Yo
temía que ella se diera cuenta de lo que pasaba, por lo que hice el
mayor esfuerzo de mi vida para controlarme y saludarla, tratando
de no hacer nada que la llevara a sospechar la situación. Ignoraba
que ella sabía muy bien en qué pasos andaban sus hijos pero,
como no podía hacer nada, se había conformado a la situación. Con
un desconsolado «buenas noches», simplemente nos dejó continuar nuestro camino.
Al llegar a la habitación me senté en la cama tratando de tranquilizarme mientras Memo iba a la cocina por algo de comer.
Pero al sentarme me sentí peor y de inmediato salté de la
cama, sintiendo que mi corazón se detenía por completo. En
ese momento llegó Memo con la comida y casi se la arrebaté
de las manos. Al probarla sentí náuseas tan intensas que me
fue imposible tragar el alimento. Entonces me di cuenta que
estaba perdido.
Me había sobrevenido lo único a lo que todos los drogadictos
temíamos: al no ser capaz de comer, me «quedaría en el viaje».
Seguro moriría. ¡Ahora sí estaba aterrorizado!
De repente me vino a la mente la imagen de mi madre. Sus ojos,
llenos de grandes sueños, puestos en mí, se desvanecerían al
verme en este estado, sin poder soportar la idea de que su amado
primogénito le propinara el tiro de gracia.
Mi madre se había fortalecido en medio de tanto dolor en la esperanza de ver un día a mi hermano y a mí hechos hombres de bien.
Me acerqué a la ventana...
Estábamos en un cuarto piso..., a una altura suficiente para acabar con la posibilidad de que se enterara de mi adicción a las drogas y de que mejor pensara que me había caído por accidente al
resbalar de la ventana. Me parecía menos doloroso para ella...
¡Qué impresionante! ¡Estaba a punto de acabar con el propósito
de Dios para mi vida y la de mi descendencia!
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Sin embargo, mi madre y mi hermano, que poco a poco se iban
convirtiendo en guerreros de oración, intercedían al Señor diariamente por mi salvación. En ese crítico momento de mi vida, sus
peticiones surtieron el efecto esperado.
En lugar de saltar al vacío, vomité por la ventana. Justo cuando
decidí brincar, me desvanecí dentro del departamento, creo que
por la poca fuerza física que me quedaba y por el cansancio moral.
¡Había querido salir de esto tantas veces y de tantas formas!
Me di cuenta al fin de que estaba preso y de que no era yo el
poseedor de la llave que abriera la puerta de mi esclavitud y me
condujera a la salida de esta condición miserable y desesperada.
En ese momento vinieron a mi mente aquellos hermosos versos
de la Biblia que cada miércoles escuchaba, de la boca del licenciado Monsalvo...
«El ladrón no viene más que a robar, matar y destruir; yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia.» Juan 10:10
Poco a poco, las palabras de vida que había escuchado en esos
estudios bíblicos llegaban a mi memoria e inundaban mi mente
con un sentido de amor, aprecio y misericordia que jamás había
experimentado. Mis ojos eran un mar de lágrimas y de pronto
me encontré en esa habitación arrodillado y pidiendo perdón a
Dios por nunca haberlo tomado en cuenta, por vivir como se me
daba la gana y destruir el cuerpo que él me había dado. Entre
sollozos le supliqué que me sacara de la cárcel de autosuficiencia que me llevó a desperdiciar mi vida en vicios y placeres que
me tenían en la ruina. ¡Simplemente deseaba entregarle todo y
depender de Él!
De pronto, un gozo indescriptible llenó cada rincón de mi vida.
Me quedé dormido en la alfombra, con una paz muy por encima
de las circunstancias que no dejaba lugar al temor. Sentí como un
abrazo tierno de un padre, confortándome y consolándome. Por
primera vez era conciente de que un Dios todopoderoso respaldaba mi vida, dispuesto a extenderme su mano para salir del hoyo en
el que estaba metido.
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A partir de ese glorioso día, el alcohol, la droga y el cigarro desaparecieron de mi vida. ¡Jamás lo hubiera creído! Al fin era libre
de los vicios que me habían esclavizado por tantos años. El poder
de Dios era una realidad en mí y cada día iba afirmándose Su
gobierno en mi corazón y en mi mente.
Me invadió una sed insaciable por conocer su palabra y no faltaba a los estudios bíblicos. Disfrutaba grandemente memorizando
los versículos como «niño recién nacido» deseando beber la «leche
espiritual no adulterada». Hice mías cada una de sus promesas.
«Dichoso el hombre… que en la ley del Señor se deleita, y día y
noche medita en ella. Es como el árbol plantado a la orilla de un
río que, cuando llega su tiempo, da fruto y sus hojas jamás se marchitan. ¡Todo cuanto hace prospera!» Salmo 1:1, 3
Cada día estas palabras ganaban más terreno en mi vida y, poco
después, mi apariencia empezó a cambiar también. Aquellas ojeras y ojos rojos por los efectos de la droga, fueron desapareciendo.
Mi manera de hablar también cambió drásticamente; antes, de cada
cinco palabras, cuatro y media eran maldiciones. A medida que la
Escritura iba transformando mi mente y llenando mi corazón, eran
sus palabras las que salían de mi boca.
Una transformación más
Mi novia Elsita, quien poco antes de este incidente se había enterado de mi adicción a las drogas, quería romper nuestra relación.
Sin embargo, al notar el cambio que se estaba llevando a cabo,
decidió con no poca desconfianza dar una oportunidad más a
nuestra relación de tantos años.
Dentro de los parámetros del mundo, Elsita era una «buena persona». Sin embargo, a medida que escuchaba la Escritura, Dios le
revelaba las áreas escondidas en las que era deudora; problemas
igual de esclavizantes que las drogas, que si fueran sacados a la
luz traerían gran vergüenza a su vida: Todas las mentiras en las
que se involucró por estar conmigo, diciéndole a sus papás que
iba con sus amigas o a hacer algún trabajo de la escuela. Su desobediencia y rebeldía cuando le prohibían verme o quedarse a
solas conmigo. Su debilidad a su propia carne. Además, como
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adolescente enamorada, se cuestionaba acerca de todas las cosas
que sus padres le habían enseñado y buscaba, igual que lo había
hecho yo, establecer las reglas para su vida.
Debido a su éxito en los estudios, Elsita había desarrollado una
dañina altivez que le hacía creer que era merecedora de todo. Esto
le impedía agradecer a Dios por los dones y las oportunidades que
había recibido.
Llena de prejuicios religiosos, nunca antes se había interesado en
estudiar la Biblia, asumiendo que se trataba de «un libro más»,
como los muchos que acostumbraba leer de filosofía oriental, pero
más complicado y aburrido, lleno de consejos «para viejitos». No
imaginaba que los principios bíblicos fueran eternos y que contenían el secreto para encontrar paz y propósito para su vida. Pero la
Escritura inspirada de Dios no vuelve vacía, sino que cumple el
propósito para el cual es enviada; instruyendo, redarguyendo y
corrigiendo nuestros propios conceptos.
Poco a poco pudo darse cuenta que Dios había sido más que
bueno con ella y no le había dado lo que merecía por todas la mentira, rebeldía y desobediencia que habrían traído a su vida gran
humillación. Ahora, ya en su gracia, Dios le ofreció perdón, libertad y una nueva oportunidad al traer a sus pies la verdad. Llegó
finalmente el día en el que ella no pudo más. Confrontada con sí
misma, se dio cuenta de que necesitaba el perdón tanto como yo.
Necesitaba paz en su corazón. Un propósito claro y verdadero para
su vida. Necesitaba al Salvador .
¡Qué feliz me sentí cuando pudimos establecer entre nosotros
ese «vínculo perfecto» que es Cristo! Siempre eran patentes las
grandes diferencias entre nosotros, pero ahora teníamos en común
un lazo Eterno que sería la base de nuestra relación en el futuro.
Empezamos pronto a compartir el gusto de estudiar y meditar
en la Escritura. Descubríamos con sorpresa pasajes nuevos y los
comentábamos con avidez. Sin embargo, en nuestro recién iniciado caminar cristiano aprendimos también que no basta con
adquirir conocimiento, se necesita también sabiduría, es decir, la
aplicación de lo que aprendemos para poder gozar de la vida
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abundante que tenemos prometida. Pero esa era una lección que
aún no entendíamos...
Una dura lección
Un día, mientras me dirigía a recogerla a la universidad, comenzaron a llegar a mi mente pensamientos acerca de lo bien
que me hacía sentir el ser libre de las adicciones que me habían atormentado.
Un sentimiento de autoexaltación empezó a invadirme hasta el
punto de decirle a Dios, «Qué bien voy, ¿verdad Señor?»
De inmediato, sentí que Dios me respondía con suavidad:
«Heriberto, sin la ayuda de mi Espíritu, nada podrías haber hecho
para salir de la esclavitud de los vicios que te agobiaban. Por otro
lado, me gustaría comentarte que todavía no vamos tan bien.
Llevamos ya un tiempo de caminar juntos y aún no has podido
darte cuenta de que tienes a tu madre abandonada a su suerte,
envejeciendo cada día, teniendo necesidad de trabajar duro para
proveerle a tu hermana y a sí misma de lo necesario para subsistir.
»¿Hasta cuándo te darás cuenta de que decirle “Dios te bendiga
mamita”, y no honrarla con una parte de los frutos del trabajo con
el que te he bendecido te convierte en un hipócrita y egoísta? Has
tomado los beneficios de mi gracia para ti mismo, pasando por alto
el más grande que tengo para ti: poder comprobar que la verdadera felicidad en este mundo se encuentra dando de gracia lo que
de gracia has recibido. ¿Cómo, pues, puedes creer que mi amor ya
se ha perfeccionado en ti?»
¡Qué vergüenza! Me sentí tan mal, ¡peor que un perro! De pronto se caían las vendas de mis ojos y podía verme tal y como era.
¡No podía creer lo que veía! Mi corazón avaro, egoísta y mal agradecido. Los vicios de los que me liberaron la compasión y el amor
de Dios era solo lo que podía verse externamente.
Lloré amargamente y le pedí a Dios que me perdonara. Mi convicción de culpa y mi arrepentimiento me obligaron a detener mi
automóvil para sentarme a llorar en una acera. Hasta ese momento, ningún pensamiento me había llevado a darme cuenta de mi
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naturaleza egoísta. Tuve que inclinar mi cabeza reconociendo y
pidiendo perdón al Señor por ello. Le agradecí la oportunidad de
aprender a despojarme de mí mismo y buscar el bien de mi madre,
quien tanto había sacrificado por mí.
Después de recuperar el aliento, fui a recoger a Elsita y le compartí lo sucedido. Luego, nos dirigimos con gran ilusión al mercado para comprar quesito manchego y unos bolillitos (pan blanco)
para compartirlos con mi madre. A partir de ese día, y hasta el día
de hoy, el Señor me ha permitido vivir la alegría de sostener económicamente a mi madre y a mi hermana, una alegría que comparto con mi hermano.
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7 Centinela Fiel
[Juan 10:11]
Prende su farol, con la luz de su Amor.
N
O HABÍA PASADO MUCHO TIEMPO DE MI
encuentro con Jesús, cuando mi hermano me
comunicó que estaban haciendo audiciones
para seleccionar un tecladista para el espectáculo del
cantante mexicano Emmanuel.
Al principio no me mostré muy interesado, ya que
estaba muy involucrado con mi grupo musical, con
quienes tenía una amistad y compromiso muy grandes. Sin embargo, a raíz de mi conversión, nuestros
intereses se iban haciendo cada vez más distantes.
Nuestros sueños y metas en común fueron desapareciendo. No pasó mucho tiempo para que tomara la
decisión de decirle adiós a mi banda Punto y Coma.
La noticia no fue recibida con agrado por parte de
mis amigos y compañeros de tantos años.
Ahora entiendo que hay momentos en que Dios
nos empuja a tomar decisiones difíciles pero necesarias para nuestro crecimiento espiritual, a fin de
llevarnos a aquel lugar incomparable de felicidad,
paz y propósito que solo se encuentra bajo el yugo
de su autoridad, la cual, como decía el salmista, «¡Es
mejor que la vida!»
Hice mi audición y me dieron el trabajo. No por ser
mejor que los otros pianistas sino porque Dios tenía
un propósito específico para mi vida. La Biblia dice,
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en libro de Eclesiastés, que dos son mejores que uno, porque «Si
caen, el uno levanta al otro. ¡Ay del que cae y no tiene quien lo
levante!» Eclesiastés 4:10
A partir de ese día, mi hermano Héctor se convertiría en el instrumento escogido por Dios para animarme a pelear la buena batalla y ayudarme a no desmayar en los momentos difíciles.
Dos agentes infiltrados y una boda
Comenzamos a viajar y trabajar muchísimo por toda Latinoamérica. Nos sentíamos como un par de agentes de la «CIA del
cielo» infiltrados por el Señor en el ambiente artístico con el objetivo de dar a conocer a artistas, músicos y toda persona que se
atravesara por ahí, las buenas noticias de perdón y salvación que
Jesucristo había traído a este mundo. Nunca me puse a pensar el
precio que pagaría.
Era tanta la alegría y el gozo de saberme perdonado y libre de
los vicios que me habían esclavizado por tanto tiempo, que me
era imposible callar. Bastaba con que alguien se sentara junto a
mí en el avión o en la mesa del restaurante para sacar mi espada
(la Biblia) y arremeter contra su pecado.Tenía todo el fuego pero
poca prudencia y sabiduría. En lugar de acercarlos a la verdad de
Cristo, hubo un momento en el que ni las moscas se paraban en
mi mesa.
En esa época Elsita y yo decidimos casarnos. Nuestro largo
noviazgo, ahora que había llegado el Señor a nuestras vidas, requería de una decisión. Si queríamos continuar juntos, tendríamos que
casarnos.Y no solo eso, era necesaria la valentía de hacerles saber
a sus padres que la boda no sería en la iglesia católica, sino a través
de una sencilla ceremonia cristiana.
Sus padres, que por años habían desaprobado nuestra relación
esperando que su hija recapacitara, finalmente se enfrentaban al
hecho de que se casaría no solo con un músico «muerto de
hambre», hijo de una mujer divorciada, sino alguien que ahora
«la había convencido» de hacer a un lado la religión en la cual
había sido instruida para convertirse a esa cosa rara denominada «religión cristiana».
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Centinela Fiel
Una y otra vez le decían que usara su cabeza, que eso del cristianismo era para ignorantes y no para gente con educación y profesión como ella. Pero nada hizo desistir a Elsita, quien a su modo y
de la mejor manera que su reciente «nuevo nacimiento» le permitía, les hizo saber a sus padres su decisión.
Con mucha ilusión, aunque con un presupuesto muy limitado,
nos dimos a la tarea de empezar con los preparativos. Sus
padres, cada vez más preocupados, le decían: «Hijita, yo sé que
ustedes se quieren mucho, pero nos preocupa de qué y cómo
van a vivir. Eso de la música es muy inestable. Además, tú y Beto
no tienen nada en común, hasta el horario de sus actividades es
totalmente opuesto, tú vives de día y tus actividades son durante la semana. Beto, en cambio, vive de noche y su trabajo es el fin
de semana, ¡no vas a aguantar!»
Pero Elsita y yo, enamorados y decididos, continuamos con
nuestros planes.
Por aquel entonces la popularidad del cantante Emmanuel pasaba por un mal momento y el trabajo empezó a escasear. Al
mismo tiempo surgía con gran fuerza la carrera de una artista
que, aunque no tenía una gran voz, estaba muy bien asesorada y
respaldada. Al enterarse de que el grupo de Emmanuel tenía
poco trabajo, nos hizo un buen ofrecimiento. Dada la proximidad de mi boda con Elsita y la consiguiente avalancha de gastos
que se avecinaban, la oferta me caía «como anillo al dedo», así
que decidimos aceptar.
Los meses antes de la boda fueron una época muy ajetreada.
Buscamos una casita para rentar, compramos nuestros muebles
y preparamos los detalles para la ceremonia. Pero la parte más
difícil llegó cuando tuve que decidir si invitaba o no a mi papá.
Años hacía que no tenía que ver él conmigo ni yo con él. No
sabía qué hacer. Después de muchas consideraciones me decidí
y le avisé de la boda. Él me pidió que invitara a algunos de sus
hermanos, a lo que accedimos inmediatamente.
Finalmente llegó el día. Ya en la ceremonia, y mientras esperaba
que el papá de Elsita caminara por el pasillo para venir a entregarla,
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pude observar a mi mamá y a mi papá sentarse juntos, con una
evidente expresión de incomodidad. Al terminar, nos fuimos a
la fiesta que se había organizado en un salón. Teníamos preparada una mesa para la familia de mi papá, entre quienes nos
acompañaba su hermano Francisco, mi primo Carlos
Hermosillo, futbolista profesional que por ese entonces iniciaba
su carrera, y su novia en esa época, Laura Flores, cantante mexicana. También estaban en la fiesta Daniela Romo y algunas personas de su equipo.
Yo me sentía muy importante porque habían asistido tantas
«personalidades conocidas» y en un momento dado quise expresar
con palabras mi agradecimiento. Empecé por agradecer a la familia de Elsita, continué con mi mamá, mi hermano Héctor, Daniela
y su staff, y de ahí me seguí casi, casi hasta con el perico, pero
evité intencionalmente mencionar a mi padre. Con el pretexto de
que no había hecho nada que tuviera que agradecerle en todos
esos años, decidí omitirlo, deseando aprovechar la oportunidad
de hacerlo sentir mal frente a su familia, tal y como él lo había
hecho conmigo por tanto tiempo.
la Romo.
En nuestra boda, con la cantante Danie
Cuando pasé junto a él para regresar a mi asiento pude sentir su
mirada dolida.
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Su familia no pudo evitar sentirse incómoda también porque el
hecho fue bastante obvio. Se levantaron de sus asientos y se fueron. Pero la fiesta continuó y nosotros seguimos felices. Tan pronto pudimos nos escapamos a nuestra noche de bodas.
Al día siguiente nos dirigimos por carretera hacia
Manzanillo, donde pasaríamos una semana en un conocido
sitio turístico llamado Las Hadas. Todo parecía maravilloso,
pero había algo en mi corazón que ensombrecía mi felicidad. El mal momento que había hecho pasar a mi padre,
ahora se revertía en mi contra y me consumía por dentro.
Cada vez que me acordaba, mis ojos se llenaban de lágrimas
y me sentía muy mal. ¡Cuántas veces había yo anhelado
tener una relación cercana con él pero, en todas las ocasiones importantes, el recordar cada una de sus ausencias alimentaba de rencor mi corazón!
Regresamos del viaje de bodas y tuvimos que descender
de la nube donde andábamos para aterrizar en la realidad
presente, asumiendo con mucho gusto nuestras nuevas responsabilidades. Mis suegros nos recibieron muy contentos
y prudentes, decidieron guardar su distancia y dejar que
nos acopláramos como pareja. A mi mamacita, en cambio,
esto le resultó mucho más difícil pues, estando sola y contando únicamente con mi hermano y conmigo, no dejaba de
visitarnos en nuestra casa, y eso empezó a crear tensión
entre Elsita y yo.
Era más fácil saberse de memoria el versículo que dice «y dejarán
a su padre y a su madre», que llevarlo a la práctica.Tanto para mi
mamá como para mí, ya que deseaba compensarla por haber sido
tan mal hijo en el pasado, era un proceso nuevo y difícil.
Pronto tuve que reintegrarme a mi trabajo y hacer frente a mis
nuevas responsabilidades. Nuestro primer espectáculo con
Daniela Romo fue en el Teatro de la Ciudad de México. En ese
momento, las canciones que la habían hecho famosa sonaban
día y noche en la radio, así que nos puso a ensayarlas una y otra
vez para estar segura de que en el esperado momento de debutar en vivo frente a su público no hubiera ningún problema.
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Pero para mí ¡era un verdadero suplicio tener que tocar ese par
de canciones! No solo porque musicalmente me parecían aberrantes, sino también por lo que decían. Se titulaban «Celos» y
«Mentiras». Fue esa una de las primeras veces en las que comencé a notar que algo no andaba del todo bien con el tipo de trabajo que como músico yo desempeñaba. Me sentía incómodo
tocando y escuchando la letra de esas canciones.
El día del debut, mientras nos preparábamos para hacer la
prueba de sonido, Daniela entró por la puerta principal del
teatro. Bastó con verme portando mi playera favorita, color
amarillo yema de huevo, para que gastara un buen porcentaje
de la voz que necesitaría por la noche en un grito que sonó
en todo el teatro: «¡Quítate esa playera amarilla que es de
mala suerte!»
Hasta ese momento me di cuenta de que tendría un problema
mayúsculo con mi patrona. Ella era supersticiosa y yo cristiano. A
partir de ese día me convertí en elemento no deseado, no solo por
mi evidente apatía frente a la música que tenía que tocar, sino por
mi «insolencia religiosa».
Esas dos circunstancias comenzaron a pesar demasiado, hasta el
punto de que no me despedían porque apreciaban sobremanera el
desempeño de mi hermano como guitarrista. Esta situación se
hizo cada vez más difícil para mí ya que, si algo me hacía daño, era
el saberme nuevamente menospreciado y aceptado tan solo por
los méritos de un tercero.
A pesar ello, Dios usó muchas de estas situaciones para preparar el terreno en algo que jamás hubiera pensado que era su plan
para mi vida.
Una tarde, mientras ensayábamos el nuevo disco de Daniela,
se presentó su representante para comunicarnos que haríamos
una gira de un mes por varias ciudades de España. Aunque yo
siempre había soñado con conocer «la madre patria», la noticia
no me hizo muy feliz, ya que tenía apenas un mes de casado y
me parecía una eternidad dejar sola a mi recién «desempacada»
y flamante esposa por treinta largos días. Sin embargo, debido a
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la infinidad de gastos que teníamos, no me quedó otra opción
y tuve que viajar.
Varios encuentros inesperados
Al llegar a Madrid, nos hospedaron en un pequeño pero conveniente hotel llamado «Conde Duque», desde el cual podíamos
movernos en tren subterráneo hacia cualquier punto de la ciudad.
Mi hermano y yo aprovechamos esa situación para conocer la ciudad, ya que teníamos los primeros tres días libres.
Al cuarto día nos dirigimos a la ciudad de Vigo, donde se llevaría a cabo el primer concierto de la gira. La producción era
impresionante: el mejor equipo, la mejor iluminación, todo
muy bien calculado. Lo único con lo que nadie contaba es
que la popularidad de Daniela en ese país era casi nula y, en
un concierto en el que se esperaban unas cinco mil personas,
no aparecieron ni ciento cincuenta, contando a todo el staff,
¡vaya fiasco!
Aun así, la organización que manejaba a Daniela pensó que solo
se trató de una mala plaza, por lo que regresamos a Madrid, donde
pasamos cuatro días más, esperando el siguiente concierto en
Bilbao, al norte de España. Para entonces mi hermano y yo conocíamos ya casi toda la ciudad y no dejaba de preguntarme cual
sería el propósito de que aún estuviéramos ahí.
Pronto llegaría la respuesta de parte de Dios.
Llegó la fecha e hicimos el viaje por carretera hasta Bilbao.
Faltaban dos días para el concierto, por lo que mi hermano y
yo nos propusimos una vez más conocer la ciudad y buscar a
Enrique, aquel amigo que había vivido con mi madre tiempo
atrás y cuya familia era originaria precisamente de Bilbao.
Como se había ido sin decir a dónde, asumimos que había
regresado a España.
Como buenos aventureros decidimos caminar y, mientras
conocíamos la ciudad, preguntaríamos la dirección hasta llegar a nuestro destino. Caminamos un buen tramo y nos dio un
hambre monstruosa. De pronto, encontramos un restaurancito
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mexicano. ¡Qué alegría! Tendríamos la dicha de comer algo
con sabor a casa. No solo la comida era buena, sino que la
música ambiental no podía ser mejor: canciones y boleros de
Armando Manzanero y de grandes compositores mexicanos
que conocíamos de memoria desde niños. Aunque no teníamos mucho tiempo fuera de casa, nos entró un espíritu nostálgico y comenzamos a cantarlas. Al terminar de comer, pagamos la cuenta y salimos del lugar.
Nos disponíamos a seguir nuestro camino, cuando a mi
hermano se le ocurrió que sería más fácil preguntarle al
cajero del restaurante la dirección que buscábamos. Yo lo
esperé afuera mientras preguntaba. Un minuto después,
salió acompañado de un joven que vivía cerca del lugar que
buscábamos, quien al oír a Héctor preguntar por la dirección, se ofreció a llevarnos. El camino fue muy corto y apenas pudimos cruzar unas palabras con él. Al bajarnos del
automóvil nos sentimos mal de no compartirle de nuestra
fe en el Señor Jesucristo, pero en ese momento no había
más que hacer.
Estábamos frente al edificio que buscábamos, en medio de una
ciudad desconocida para nosotros y ni siquiera le habíamos
pedido su teléfono, así que las probabilidades apuntaban a que
nunca más le volveríamos a ver. Entramos entonces al edificio,
buscando el departamento de nuestro amigo Enrique, y llamamos a la puerta. Una mujer nos informó que Enrique había salido de la ciudad y, cuando cavilábamos qué recado dejarle, nos
dejó saber que era su esposa. ¡Vaya sorpresa que nos llevamos!
Enrique había hecho creer a mi madre que estaba divorciado.
Ahora nos dábamos cuenta que tan solo había sido un ardid para
tener dónde vivir mientras conseguía lo que quería. Nunca había
tenido la intención de divorciarse.
No quisimos causarle mas problemas a su esposa, así que discretamente nos fuimos de allí tristes por mi madre, creyendo
que todo nuestro esfuerzo había sido en vano. Qué duro golpe
sería esta noticia para mi mamá: saber que, una vez más, había
sido engañada.
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Emprendimos nuestro regreso al hotel y durante el trayecto
pasamos por un cine. La película que exhibían parecía entretenida para matar un poco el tiempo. A estas alturas los días
se nos hacían interminables esperando el momento de regresar a casa.
Al salir del cine escuchamos que alguien nos gritaba: «¡Héeeector,
hey, Beeeeto!» Sorprendidos, volteamos de inmediato. No lo podíamos creer..., ¡era Tony! El muchacho que nos había llevado en su
carro y acompañado de su mejor amigo, Manolo. Ambos nos habían estado buscando durante dos horas porque, según nos expresó
Tony, algo dentro de él le había movido a querer platicar más con
nosotros.
Héctor y yo nos dimos cuenta de inmediato de que se trataba de
un asunto del Señor, así que los invitamos a acompañarnos. Mi
hermano le compartió las «buenas nuevas» a Tony mientras yo
hacía lo mismo con Manolo.
Los siguientes dos días Tony no se apartó de nosotros. Deseaba
con todo su corazón estudiar la Biblia. Hijo de un ex–monje dominico, por muchos años había sido un fiel católico pero nunca
había sentido la necesidad de conocer la voluntad de Dios expresada en las Escrituras, como ahora. Tony nos seguía a todos lados
deseando escuchar más y más.
Mientras todo esto ocurría, los organizadores nos informaron de
la cancelación el resto de la gira por obvias razones (falta de asistencia).Tendríamos que regresar a Madrid para tomar el vuelo de
regreso a casa tres días más tarde.
Cuando se lo dijimos a Tony le entristeció mucho la idea de
quedarse a la mitad del camino rumbo a un encuentro personal
con Dios y nos aseguró que nos alcanzaría en Madrid. No tardó
mucho en cumplir su promesa: el mismo día que llegamos
nosotros a Madrid llegó él por la noche. En Madrid los estudios
bíblicos duraban todo el día, solo salíamos del hotel a comer y
regresábamos a seguir platicando. Aprovechábamos cada minuto del tiempo que nos quedaba. Cada punto que tratábamos era
un verdadero hallazgo para Tony. Sus expresiones a menudo
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eran: «¡Wow, cuántos años
de pensar que yo sabía
quién era Dios y ahora me
doy cuenta de que no tenía
ni la mínima idea de que
tuviera un propósito tan
bien diseñado para mi
vida!» La última noche antes
de nuestro regreso a
América, estuvimos estudiando la Biblia hasta muy
tarde.
Mi hermano, exhausto, no
aguantó más y se fue a dormir. Tony y yo nos quedamos
Tony y Manolo en España
un rato más, haciendo los
últimos comentarios, hasta que tampoco pude más y me fui a la
cama. Acababa de acostarme cuando Tony me llamó desde la salita de la habitación donde se estaba quedando para pedirme que
orara por él, porque sentía una gran necesidad de entregarle su
vida a Jesús. ¡Qué privilegio! Le pedí que repitiera conmigo una
oración.
Sin embargo, había tanto que decirle a Dios en su corazón, que
preferí guardar silencio y maravillarme del poder redargüidor del
Espíritu Santo, que le llevó a expresar las palabras más genuinas de
arrepentimiento que yo había escuchado.
Amaneció el día de partir y Tony nos acompañó al aeropuerto.
Nos compungió el corazón verle tan afligido y escucharle decir:
«Ahora, ¿quién me va a enseñar...?» Solo pudimos encomendarlo al
Espíritu Santo, despedirnos y encaminarnos al avión. Una mezcla
de emociones invadía nuestros pensamientos y nuestro corazón.
Teníamos mucha ilusión de regresar a México, pero al mismo tiempo era muy difícil dejar a Tony en España.
Tuvimos un buen viaje de regreso y, como era de esperarse, una
bienvenida muy emotiva por parte de nuestras familias. Todos
hablábamos al mismo tiempo, riendo y llorando de felicidad por
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vernos reunidos nuevamente. Ya en casa, pasamos los días subsecuentes platicando con la familia acerca de todas nuestras experiencias en España. Uno de esos días, cuando comentábamos con
desilusión acerca de Enrique, el Señor nos mostró una vez más
cómo nos había amado.
Trigo fructífero
Enrique le había dicho a mi madre que estaba separado de
su esposa desde hacía muchos años y que tenían una hija en
común, de la cual él se hacía responsable económicamente,
pero que toda relación con ella estaba rota. Tan pronto consiguiera el papel del divorcio, lo cual no era fácil en
España, él le prometió que ambos se casarían.
La realidad, tal y como habíamos descubierto, era diferente. Enrique continuaba viviendo con su esposa y su hija.
Triste y dolida nuevamente, mi mamá se preguntaba el por
qué de tanta soledad. Fue entonces cuando Dios le reveló
su amor.
Mi madre había estado dispuesta a renunciar a esa última
esperanza de encontrar a un compañero que la amara y le
brindara la compañía y la estabilidad que necesitaba. Había
cambiado al «Príncipe Azul» por el Rey de reyes.
«Ciertamente les aseguro que si el grano de trigo no cae en
tierra y muere, se queda solo. Pero si muere, produce
mucho fruto.» Juan 12:24
Cuando mi madre estuvo dispuesta a morir a sí misma, sembró en
nuestras vidas, sin saberlo, la más fructífera semilla de bendición
que nunca imaginó. Al renunciar a Enrique abrió la posibilidad
para que yo, en los momentos en los que estuve a punto de acabar
con mi vida, buscara a ese Dios y creyera en él. El ejemplo de mi
madre sirvió también para que mi hermano afianzara su fe y no volviera atrás. ¡Qué diferente hubiera sido nuestra historia si ella, buscando lo suyo, se hubiera dejado llevar por su carne en esos
momentos! Al poco tiempo se hubiera quedado sola nuevamente y
su actitud hubiera sido un estorbo para que nosotros volteáramos
nuestros ojos a Dios. ¡Cuántas gracias le doy al Señor y mi madre
por esa difícil decisión!
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Hoy en día, pasados los años, vemos que aquel varón de Dios
que los bien intencionados hermanos le mencionaban a mi
madre, nunca llegó. Sin embargo, al igual que aquellos personajes que cita la Biblia en Hebreos 11:13, mi mamá obedeció
conforme a la fe, sabiendo que somos peregrinos y extranjeros
en esta tierra; con su mirada puesta en la morada celestial, por
lo que —dice la Biblia— Dios no se avergüenza de llamarse
Dios de ellos. Así consoló el Señor a mi mamá, haciéndole ver
que no se avergonzaba de llamarse su Dios. Sabemos que él
tiene una corona muy especial para aquellos que abdican a sus
ganancias de este mundo, cuando son pecado, para hacer la
voluntad de Dios.
Un mes después de todos estos acontecimientos, recibimos la sorpresa de que nuestro amigo Tony venía a México, con la única
intención de completar la parte básica de su discipulado.Tony se
hospedó en casa de mi mamá y todas esas anécdotas e historias
que habíamos compartido con la familia y amigos, se hicieron
carne con su llegada. Llevamos a Tony a conocer los lugares más
hermosos de nuestra capital e inclusive viajó con nosotros a compromisos de trabajo que tuvimos con Daniela en el interior del
país. Conoció a nuestros amigos, familiares y hermanos en Cristo.
Ya para entonces teníamos un estudio bíblico en casa de mi
mamá al que asistían alrededor de treinta jóvenes. Entre ellos,
Tony pudo afianzar su fe, compartiendo perspectivas y aclarando
dudas, pero sobre todo viendo los frutos del amor de nuestro
Señor en esas vidas. De ese grupo el Señor habría de levantar en el
futuro hombres de Dios que dedicarían su vida a servirle como pastores y misioneros.
La manera en la que el Señor alcanzó a Tony sigue maravillándonos a través del tiempo. Se gastó tanto dinero, tiempo y esfuerzo
de personas que nunca supieron que el propósito por el cual Dios
permitió que se llevara a cabo esa gira era única y exclusivamente
buscar a esa ovejita perdida.
«Yo soy el buen pastor; conozco a mis ovejas, y ellas me conocen
a mí, así como el Padre me conoce a mí y yo lo conozco a él; y doy
mi vida por las ovejas. Tengo otras ovejas que no son de este redil,
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y también a ellas debo traerlas. Así ellas escucharán mi voz, y habrá
un solo rebaño y un solo pastor.» Juan 10:14-16
Lo que más me impacta es que Dios sigue siendo el mismo
ayer, hoy y por los siglos. Como centinela fiel, no escatima tiempo ni esfuerzo por alcanzarnos, atrayéndonos con lazos de
amor. Cómo sería bueno que, los que le hemos recibido, pudiéramos valorar cada lágrima y cada paso que nuestro Señor ha
dado para traernos a su redil, viviendo una vida digna de su
enorme sacrificio y amor.
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8 Es Paciencia
[Apocalipsis 22:5]
Pues lo que se ve tan solo es temporal, mas
lo eterno no se ve.
E
N UNA OCASIÓN,CUANDO NOS ENCONTRÁBAMOS
trabajando en el norte del país, llamé por teléfono a un pastor que predicó por un tiempo en
la congregación donde yo asistía en la ciudad de
México. Me había impresionado su forma sencilla de
comunicar el mensaje del Evangelio, así que lo invité
a darnos una plática a la que convoqué a mis compañeros de trabajo.
Por supuesto yo esperaba que nos hablara del plan
de salvación. Sin embargo, después de preguntar
nuestros nombres, nos hizo una pregunta que me
dejó helado: «¿Cuánto ganan acompañando a Daniela
Romo?»
No podía creer que nos preguntara eso. Todos
voltearon a verme, como diciendo, «¿qué le pasa a
este loco?» Nadie le iba a contestar esa pregunta,
así que me armé de valor y le dije lo que ganábamos. «¿Por ese sueldito —replicó—, malgastan el
talento que Dios les ha dado, tocando esa música
barata? ¿No se han dado cuenta que Dios les ha
dado ese don de la música, con el propósito de
anunciar al mundo su verdad?»
¡Nunca se me había ocurrido tal locura! De hecho,
la música de mi congregación me parecía bastante
mala y jamás había pensado que sería algo «digno de
un músico profesional» tocar alabanzas en la iglesia.
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Después de su comentario, la atmósfera del lugar se hizo más
pesada y el silencio se convirtió en el protagonista principal. Uno
a uno, mis compañeros se fueron escabullendo, inventando algún
pretexto. Le agradecí mucho al pastor su visita, lo encaminé a la
puerta y nos despedimos.
«¿Y ahora cómo les voy a explicar a mis compañeros esa
“doctrina”? —pensé—. ¡Vaya bronca en la que me metió
este!» Ya de por sí tenia suficientes problemas con mi patrona y con la gente de la oficina para que ahora mis compañeros músicos creyeran que era un ¡fanático religioso! Pensé
que esa reunión había sido todo un fracaso.
Sin embargo, a partir de ese momento la idea de dedicar nuestro
talento a Dios empezó a convertirse en una voz cada día más fuerte dentro de mí. Uno de los músicos que había asistido a esa reunión era el guitarrista y arreglista Elías Amábilis, con quien desarrollé una gran amistad. Elías estuvo dispuesto a apoyarme, invitándome a un sinnúmero de grabaciones, donde aprendí casi todo lo
que sé de arreglo musical, y con quien pude también compartir mi
más preciado tesoro: mi fe en Jesucristo, quien a la postre se convertiría en el Señor y Salvador no tan solo de él, sino de toda su
familia.
Una nueva aventura de fe
Elías Amábilis fue también la persona que me invitó a integrarme
como pianista al grupo del cantante Luis Miguel, con quien trabajaría los últimos cinco años de mi carrera como músico secular.
Cuando me llamó para preguntar si me interesaba trabajar con
Luis Miguel, yo no lo podía creer. No solo porque Luis Miguel era
el artista más famoso en ese momento, el que mejor cantaba, con
quien se tocaba la música más «rica» y quien mejor pagaba, sino
porque también me abría la oportunidad de renunciar al trabajo
que tanto aborrecía con Daniela Romo, donde me habían humillado tanto y donde había permanecido tres años y medio por la
necesidad del raquítico sueldo que nos pagaban.
¡Y llegó el día que tanto había soñado! Por fin me encontraba
marcando el teléfono de la oficina para decir: «¡Bye, bye, chicos,
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me voy con Luis Miguel!» No lo podían creer: el «peor» de todos
sus músicos se iba con el artista más reconocido. No hay nada más
frustrante para el ego de un artista que le renuncies por algo mejor
y le quites el privilegio de poderte despedir. Dios me bendecía
una vez más con su favor y su misericordia.
Mi primer espectáculo con Luis Miguel fue una fiesta privada en
la casa presidencial en México. La hija del entonces presidente
Carlos Salinas de Gortari cumplía quince años y tuvimos la oportunidad de conocerles y saludarles personalmente.
Empezamos a trabajar con él en los mejores lugares, entre gente
influyente del mundo de la política y empresarial del país. En
aquel entonces, aunque Luis Miguel era ya era muy popular, no
tenía una gran producción escénica. Nos daba mucha libertad para
participar con él.
el
Convivencia en un hotel con Luis Migu
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Yo estaba muy contento. Me tocaba hacer algunos solos y me
hacía sentir muy bien el hecho de que Luis Miguel tomara en cuenta nuestras opiniones como músicos para los arreglos y para el
orden del show.
No mucho después, el día de mi cumpleaños número veinticinco, me tocó ir a mi primer concierto masivo. Era una plaza de
toros en Guadalajara, Jalisco. ¡Vaya regalo de cumpleaños! ¡Algo
impresionante! El lugar estaba lleno hasta el tope. Todavía recuerdo la canción con la que abríamos el show en 1985: «Los muchachos de hoy». Bastó con que tocáramos el primer acorde para
que los sesenta mil watts de potencia que traía el equipo de sonido se escucharan como un débil radio de transistores, bajo el
grito ensordecedor de miles de jovencitas que esperaban la aparición de su artista soñado.
Era increíble estar en el grupo de Luis Miguel. Tocábamos la
música que nos encantaba, participábamos en todos los detalles
del show, nos presentábamos en los mejores lugares, nos hospedábamos y comíamos de lo mejor, nos relacionábamos con gente
importante, nos pagaban muy bien, ¿qué más se podía pedir?
Sin embargo, como todas aquellas cosas pasajeras que el mundo
ofrece, poco a poco dejé de disfrutar los conciertos masivos.
Anhelaba escuchar la música que tocábamos y, con esos gritos,
difícilmente podía oír mi propio monitor. Y qué decir cuando
aquel niño de quince años de edad, con el corte de pelo a la príncipe valiente y cuerpo de «tripa lavada,» cantaba la canción
«Palabra de honor», que era el éxito radial del momento. Sin
importar el lugar donde tocáramos, parecía que se caía por causa
del escándalo y la euforia que se producía.
La verdad, ¡no sé como no me quedé sordo con tantos conciertos como ese!
Mi relación con Luis Miguel fue haciéndose más cercana. En
una ocasión, cuando viajábamos por la carretera conocida
como La Rumorosa y que va de la ciudad de Tijuana a la ciudad
de Mexicali, en el estado de Baja California, nos sentamos juntos en el autobús. Comentamos algunas cosas del show y de la
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música. De pronto, y sin premeditarlo, centré mi plática en la
forma en la que Jesús había llenado hasta el último lugar de mi
corazón y aun aquel lugar que mi padre había dejado vacío
quince años atrás.
Nunca imaginé que aquellas palabras llegaran tan lejos. De pronto sus ojos se llenaron de lágrimas. En ese tiempo la separación de
sus padres era una carga muy pesada para él. Desafortunadamente,
cuando estábamos en la mejor parte de nuestra plática, su representante se acercó para decirnos que ya habíamos llegado al hotel.
Me sentí frustrado por la interrupción, pero a la vez contento de
haber podido compartir mi gran tesoro con él.
Las giras continuaron, viajando a diversos puntos de la república
mexicana y el extranjero. A menudo durante esas giras pasábamos
tiempo escuchando discos, descubriendo nuestra marcada afinidad
por la música jazz pop. Por fin me tocaba trabajar con un cantante que compartía mis mismos gustos musicales.
Pienso que buena parte del cambio de estilo que sufrió Luis
Miguel en sus grabaciones a partir del 1987, se debió a esas
sesiones de melomanía. Influenciado por esta música y por su
productor de aquel entonces, Juan Carlos Calderón, grabó en
Los Ángeles, California, el disco «Soy como quiero ser». Algunas
de las canciones que venían en ese álbum eran ya viejas conocidas mías. Este era el caso de un estándar jazzístico titulado
«Sony». ¡Qué agasajo musical! Tocando lo mejor con el mejor.
Me sentía realizado como músico y también satisfecho con un
trabajo bastante bien remunerado.
En 1989 llegó el álbum «La Incondicional». A partir de ese año,
Luis Miguel invirtió en serio en la producción de sus conciertos.
Nos vistió de pilotos aviadores, con unos trajes hechos por su
diseñador particular, y nos compró el «último grito de la moda» en
instrumentos musicales, según las necesidades técnicas que mi
hermano y yo habíamos identificado.
Para entonces se habían suscitado varios cambios en el grupo. Mi
hermano Héctor era el director musical de la banda y entre él y yo
habíamos escrito todos los arreglos del nuevo show. También tenía[73]
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mos la responsabilidad de buscar nuevos elementos. Luis Miguel
quería lo mejor de lo mejor.
Por medio de las grabaciones que hacíamos conocimos a un
súper baterista llamado Álvaro López Jr., considerado por muchos
el mejor baterista contemporáneo en todo México. Habíamos
esperado la oportunidad de trabajar con él y ahora se presentaba
de la mejor manera. Lo invitamos y él accedió con gusto.
Estábamos felices, solo nos faltaba el bajista y los metales.
Llamamos a los mejores, la banda sonaba impresionante y Luis
Miguel estaba muy satisfecho. Hasta que llegó nuestro primer problema.
En uno de los ensayos, se presentó el representante de Luis
Miguel para comunicarnos que el nuevo disco tenía mucho éxito
en Sudamérica. Cualquiera hubiera pensado que esto sería una
gran noticia, lo cual en cierto sentido era cierto. Solo que nos
comentó que la gira duraría más de lo previsto originalmente y
estaríamos fuera de casa aproximadamente tres meses.
Esto era imposible para mi hermano y para mí. Héctor se había
casado también y ni nuestras esposas ni nosotros estábamos de
acuerdo en separarnos tanto tiempo. Con todo el dolor de nuestro
corazón decidimos no ir y renunciar. No tan solo era difícil dejar
nuestro trabajo, después de tantos ensayos.También nos sentíamos
apenados con Luis Miguel por dejarlo tan cerca de la gira. Lo apreciábamos y no queríamos ocasionarle problemas.
Cuando le hicimos saber esto a su representante nos dijo que
Luis Miguel no estaría de acuerdo porque, al estar la gira tan próxima, sería muy difícil conseguir a alguien que nos reemplazara.
Nos sorprendió gratamente el hecho de que, al enterarse de
nuestra situación, nos propusiera que lleváramos a nuestras
esposas, haciéndose cargo de todos los gastos que esto representaba. Nos encantó la idea y nos pusimos a hacer los preparativos para el viaje.
La gira inició en Argentina, donde Luis Miguel tenía muchísimo
éxito. Nos hospedamos en un céntrico hotel con nuestras respec[74]
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tivas parejas y muy contentos empezamos a prepararnos para la
gira. La primera presentación sería en Paraguay, donde el presidente había organizado una cena previa al concierto. Nuestras
esposas se quedarían en Buenos Aires por tres días mientras nosotros cumplíamos nuestro compromiso.
Gaby, la esposa de Héctor, y Elsita accedieron gustosas, especialmente cuando les dejamos unos cuantos dolaritos y les
enseñamos el camino a la zona de tiendas de Buenos Aires. La
moneda argentina, en ese entonces devaluada, beneficiaba
nuestra economía, así que podían comprar cosas muy bonitas
a buenos precios.
En Paraguay durante la cena, recuerdo que el presidente comentó sentirse orgulloso por tener un país tan pacífico, en el cual no
había guerra ya por muchos años. Nosotros, orgullosos mexicanos, nos identificamos con este punto, mencionando que México
también era un país pacífico y con múltiples bellezas históricas y
naturales.
Al terminar la cena, empezamos a ver agitación entre gente
que se acercaba al presidente y nos ordenaron ir inmediatamente al autobús y emprender el camino de regreso. Ahí nos
entregaron a cada quien nuestros pasaportes y nos avisaron que
se acababa de dar un golpe de estado y estábamos en una situación de emergencia.
Sumamente asustados nos resguardamos en el camión, el cual
avanzó a la carretera y se quedó en las afueras de la ciudad toda
la noche. Por la mañana regresamos al hotel e, impresionados,
vimos la ciudad destruida y gente en las calles arrastrando a los
heridos.
¡Qué cosa tan horrible es la guerra! Nunca había estado tan
cerca observando sus devastadores consecuencias. Nos dimos
prisa y rápidamente sacamos nuestras cosas del hotel y nos fuimos al autobús.Todo el trayecto de salida seguimos escuchando
tiros, gritos y quejas, hasta que estuvimos totalmente fuera de la
ciudad y pudimos relajarnos y tomar una siesta de camino a
Buenos Aires.
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Mientras tanto, nuestras esposas, incomunicadas, desconocían nuestra situación. En ese entonces la televisión en
Argentina solo funcionaba en la noche y, como no había una
programación llamativa, ni siquiera la habían encendido en
esos días.
Mi suegro, que estaba muy preocupado al enterarse en el
noticiero de «24 horas con Jacobo Zabludovsky,» que Luis
Miguel y su grupo estaban incomunicados en Paraguay por el
golpe de estado que estaba derrocando al presidente Alfredo
Stroessner, logró comunicarse al hotel en Buenos Aires y avisarles de la situación a mi esposa y mi cuñada. Ellas entonces
buscaron saber de nosotros y les informaron que estábamos
en camino de regreso, gracias a Dios, con bien. Fue un alivio
poder reunirnos nuevamente. Les platicamos todo el incidente y no lo podían creer. Especialmente después del comentario del ahora ex-presidente.
Continuamos con la gira recorriendo la mayor parte de Argentina
y tocando cada noche en diferentes ciudades. El éxito era rotundo
y disfrutábamos mucho el que nuestras esposas vieran y compartieran esto con nosotros. Todos los conciertos se video-grababan,
y normalmente nos reuníamos en la habitación de Luis Miguel para
analizarlos y hacer las correcciones necesarias.
Empecé a notar en esas reuniones que, tanto a mi hermano
como a mí, nos costaba trabajo vernos a la cara mientras
observábamos nuestra participación en el espectáculo.
Durante los conciertos se manipulaba la sensualidad y las
emociones de la audiencia, dando como resultado la histeria
colectiva. En medio de eso, muchas jóvenes, perdiendo el
control, terminaban quitándose la ropa interior y lanzándola al
escenario. Luis Miguel la tomaba y, haciendo algún gesto o
comentario, «jugaba» con ella.
Me ponía a pensar en los padres de familia que mandaban a sus
hijas y a sus hijos a esos conciertos creyendo que solo pasarían un
rato de sana diversión, ignorando el grave peligro al que los exponían. Muchas de esas jovencitas, luego de los conciertos, se paseaban por los hoteles donde nos hospedábamos, buscando obtener
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Es Paciencia
tan solo un autógrafo de su ídolo, dispuestas a pagar cualquier precio por conseguirlo.
Algunas de ellas pasaban día y noche en el quicio de la puerta, comunicándose por radio con la ilusión de verlo de cerca.
Algunas fueron víctimas de personas que decían poder conseguirles una entrevista con Luis Miguel a cambio de satisfacer sus apetitos sexuales con ellas. Me imagino su gran desilusión, regresando a casa ultrajadas y sin haber conseguido lo
que buscaban.
Empecé entonces a preguntarme en qué momento le di la espalda a la verdad y me convertí en co-partícipe de todo esto, ignorando aquella tierna voz que dentro de mi corazón me invitaba a
sembrar mi vida y mi música en la mejor tierra, que es la que da
fruto a ciento por uno y donde el orín y la polilla no corrompen,
ni los ladrones minan ni hurtan.
Sin embargo, por causa del «qué comeré y que vestiré» y por la
vanagloria de mi posición, me había privado de comprobar que
«cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de
hombre», que exceden aun nuestros más grandes sueños, son las
que Dios tiene preparadas para los que le aman.
Y no solo eso. Desde hacía tiempo, había empezado a cambiar
mis pláticas de la Biblia con mis compañeros, por comentarios tan
poco edificantes como criticar a los músicos componiéndoles cancioncitas sarcásticas y propagando murmuraciones en contra de la
administración de Luis Miguel.
Poco leía la Palabra, poco oraba y mis convicciones en Cristo se
iban relajando, hasta el grado de disfrutar del apodo que me había
ganado por mi conducta: «Heriverbo Hermogrillo», «verbo» por lo
mucho que hablaba y «grillo» por la manera común en la que los
mexicanos nos referimos a hacer política, a través de la discusión
y el chisme.
A pesar de darnos cuenta de lo anterior, terminamos la gira y continuamos trabajando de igual manera durante todo ese año. Sin
embargo, mi hermano y yo sentíamos se acercaba el momento de
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aceptar la honrosa invitación que el Señor nos hacía para tocar con
él y para él. Como es frecuente en las cosas de nuestro Dios, tuvieron que suceder dos cosas ese año que fueron determinantes para
ayudarnos a tomar la decisión.
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No doy un
9 paso Atrás
[Filipenses 3:13-14]
Olvidando lo que queda atrás y
extendiéndome a lo que está adelante…
E
N UNA OCASIÓN, MIENTRAS ESTÁBAMOS
de gira en el interior del país, mi cuñada Gaby
fue invitada por unas personas de la iglesia a
asistir a un concierto de un tal Marcos Witt.
El lugar donde se presentó en esa ocasión, era
un cine en la ciudad de México, con capacidad
como para dos mil personas. En aquel entonces el
trabajo de Marcos Witt comenzaba a darse a conocer dentro del ámbito cristiano. Sus presentaciones eran bastante modestas: solo cargaba con un
piano eléctrico y con sus pistas musicales para
cantar. La iluminación era deficiente y el audio
era tan limitado que apenas se podía entender lo
que cantaba.
Mi cuñada estaba acostumbrada a presenciar los
conciertos de Luis Miguel, donde se derrochaba tecnología y se tenían los medios para contar con una
banda que tocara en vivo. Ella pensó que era una verdadera lástima que Héctor, Álvaro y yo estuviéramos
desperdiciando nuestro talento y nuestra vida, dados
por Dios, en un proyecto tan hueco e intrascendente, dedicándonos a enaltecer al hombre en lugar de
tener el honor de proclamar el mensaje de amor y de
perdón que nos había dado una nueva vida y del cual,
hacía ya tiempo, parecíamos habernos olvidado. Esa
fue una de las formas en las que Dios empezó a hablar
de manera más directa con mi hermano.
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Por mi parte, aunque para ese entonces mi perspectiva había
cambiado y me parecía maravillosa la idea de trabajar con el Señor
de tiempo completo, todavía veía lejano el día en que eso fuera
realidad debido a la necesidad económica que teníamos que suplir.
Hasta que llegó el veinticuatro de diciembre de mil novecientos
ochenta y ocho.
Una navidad inolvidable
Nos preparábamos con singular alegría para disfrutar de una de
las mejores bacaladas del mundo (guiso de bacalao cocinado por
mi madre), y un pavo a la naranja delicioso (preparado por mi
esposa). Mi hermano llegó con una cinta de música cristiana que
le habían regalado y nos pidió que escucháramos una canción,
antes de dar gracias por los alimentos. No me gustó mucho su
proposición, ya que había esperado todo el día para disfrutar de la
cena, pero como todos estuvieron de acuerdo, me dispuse a escuchar la canción.
Se trataba de una balada. El sonido de la producción era bueno y
los arreglos no estaban mal. De hecho, parecían bastante buenos
para tratarse de música cristiana. La voz del cantante era cálida,
aterciopelada y con muy buena interpretación. Me encontraba
haciendo un análisis de esos detalles, cuando la letra empezó a
traspasar mi corazón.
«Hoy como nunca antes hoy, da tu vida toda hoy, al Señor tu
Dios, pues Él te quiere amar, como nadie te amó y nadie te
amará como Él te ama hoy.» (Hoy, de Marcos Witt)
Habiendo conocido tiempo atrás el amor paternal y perdonador
de Dios, estas frases sacaban a la luz una necesidad imperiosa en
mi vida, animándome a depositar no una parte, sino toda mi confianza en su provisión. Necesitaba pasar a ser parte de aquel grupo
de personas convidadas no solo a escuchar su Palabra y deleitarse
en ella, sino a creerla, a comprobarla, a darme cuenta de que la
plena felicidad solo se puede encontrar dentro del cumplimiento
de Su propósito en nuestras vidas.
Hice hasta lo imposible para no perder el estilo frente a mi familia, pero no pude contener el llanto. Dios me estaba hablando nue[80]
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vamente, confrontándome con lo que, poco a poco, había estado
sembrando en mi corazón. El hambre se fue, y aquello dejó de ser
una trivial reunión familiar, para convertirse en un momento de
profunda reflexión. La oportunidad que el Señor nos brindaba de
trabajar para él de tiempo completo había que considerarla seriamente, debido a que nos demandaba dar un paso de fe que afectaría la vida de todos en la familia.
El trabajo que desempeñábamos Héctor y yo con Luis Miguel era
la principal fuente de ingresos de todos los ahí reunidos. Aunque
Dios había estado alimentando esta visión a mi hermano y a su
esposa, para Elsita y para mí considerar la posibilidad de depender
absolutamente del servicio al Señor era algo bastante nuevo.
Si alguien nos hubiera dicho cuando nos casamos que en el futuro recibiría una invitación de la NASA para ser astronauta e ir a la
Luna, lo habríamos creído con mayor facilidad. A partir de esa
noche yo no era el mismo. No importaba qué párrafo de la Biblia
leyera, aun los que había leído tantas veces tenían un nuevo sentido para mí. Me parecían clarísimos, diseñados cada uno de ellos
para fortalecer mi fe y animarme a tomar la mejor decisión de mi
vida.
Una decisión de fe
Pronto llegó el tiempo de ser franco con mi esposa y no retrasar
más algo que ya se veía venir. Muy entusiasmado le comenté que
pensaba que había llegado el tiempo de aceptar la invitación que
el Señor me hacía para trabajar de tiempo completo con él. A
pesar de mi convicción, mis excelentes argumentos y la pasión de
mis palabras, no pude lograr que estuviera de acuerdo conmigo.
¡Me sentí frustrado!
Aun así, no podía parar lo que ya era una realidad en mí. El llamado de Dios era irrevocable y sabía que solo era cuestión de tiempo para que se consumara en el corazón de mi esposa.
Como a mediados del año siguiente nos enteramos por medio de
unos hermanos de mi iglesia que Marcos Witt estaría prestándose
en «La casa del Alfarero», una Iglesia ubicada en el centro de la ciudad, así que nos dimos prisa para ir a escucharlo. Esperábamos
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poder conocerle, ya que sus canciones se habían hecho parte de
nuestra vida y queríamos compartir con él nuestro anhelo de tocar
solo para el Señor.
Llegamos un poco tarde. El concierto ya había empezado y el
lugar estaba a reventar, pero uno de los hermanos que iba con nosotros conocía al pastor de jóvenes de esa iglesia, así que lo mandó
llamar y él, muy amablemente, nos cedió unos asientos que tenía
reservados en la tercera fila.
Una de las cosas que me llamó la atención fue ver a los jóvenes
con tanta libertad para expresar su alegría: cantaban, palmeaban,
gritaban y saltaban dentro de un espíritu de entrega y agradecimiento a Dios. En todo momento la estrella principal ahí era
Jesucristo y el motivo de la fiesta su Resurrección y la Autoridad
en su Sangre.
Al final de la reunión, nos acercamos a Marcos y le contamos
nuestro sentir acerca de dejar nuestro trabajo como músicos seculares, para dedicarnos de tiempo completo a difundir la Buena
Nueva a través de nuestra música.
Se mostró muy interesado en conocer más acerca de nuestra
visión, y aceptó de muy buena gana ir a cenar con nosotros esa
misma noche. Durante la cena le compartimos cómo fue que Dios,
por medio de tantos acontecimientos, había puesto ese sentir en
mi hermano y en mí. También le platicamos del tremendo baterista Álvaro López Jr., quien recientemente había entregado su vida
al Señor y que estaba dispuesto a seguirnos en esta locura.
Después de darnos muchos consejos y advertencias, a fin de que
pudiéramos «medir la torre» y calcular bien lo que significaba servir al Señor, nos animó a seguir adelante con nuestro llamado, y no
solo eso, sino que se puso a nuestra disposición para ayudarnos en
todo lo que fuera necesario.
La plática se puso tan sabrosa que nos dieron como las doce de
la noche. Aun así, le entusiasmó la idea de ir a mi casa, al norte de
la ciudad, a escuchar unos demos que habíamos estado haciendo
para unos hermanos con los que teníamos planeado hacer un
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disco. Llegamos como a la una de la mañana (¡pobre cuate!), mi
esposa estaba dormida en la planta alta, así que nos encerramos en
el estudio de grabación, que era un pequeño cuartito en la planta
baja de la casa, con una grabadora de cuatro canales conectada a
una computadora Macintosh, y le dimos a todo volumen. ¡Cómo
disfrutamos ese momento!
En ese mismo lugar surgió la idea de hacer algunos conciertos
juntos, tocando en vivo el material del nuevo disco de Marcos,
«Adoremos». Solo había un detalle: Marcos no estaba de acuerdo
en participar con nosotros hasta que no hubiéramos cortado con
nuestros compromisos dentro de la música secular, dando el paso
de fe hacia donde Dios nos estaba llamando.
En ese momento me sentí un poco incómodo con su exigencia
pero ahora, después de todos estos años, he podido comprobar
que Dios usó la boca de ese hombre para traer a nuestras vidas una
de las convicciones que mejores réditos nos han dejado.
Nos despedimos y quedamos de estar en contacto para seguir
platicando y conociéndonos, a fin de llevar a cabo los planes que
Dios en su tiempo tuviera para nosotros.
Con Marcos Witt
La condición que Marcos nos puso, lejos de desanimarnos, nos
ayudó valorar más el honor que teníamos de ser invitados por
Dios a servir en su mesa. Al día siguiente, Álvaro, Héctor y yo
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tuvimos una reunión para ponernos de acuerdo en cual sería el
último show que haríamos con Luis Miguel. Acordamos que terminaríamos el contrato de ese año y eso sería todo. Los tres
estábamos decididos: ¡Dedicaríamos al Señor y a establecer su
reino en esta tierra, nuestro talento, nuestro tiempo y todo
recurso que él nos diera!
Sin embargo, Álvaro y yo teníamos un problema adicional que
resolver: ni sus padres ni mi esposa estaban enterados de nuestra
decisión y sabíamos que no iba a ser nada fácil comunicárselas.
¡Dios tendría que darnos una mano!
Al principio mi esposa no tomó con agrado mi decisión pero no
se opuso terminantemente, pensando que después de algunos días
de prueba se me pasaría la emoción. Como la siguiente temporada
de conciertos de Luis Miguel no empezaría hasta mediados del siguiente año no habría problema en recuperar mi trabajo, «una vez
evaluada la mala decisión de dejarlo».
Otro obstáculo que teníamos que sortear era el momento de
presentar nuestra renuncia a la directiva de Luis Miguel. Siempre
habían sido amables con nosotros y ahora les teníamos que decir
adiós. No solo eso, sino que tendríamos que ser claros en nuestros motivos. Temíamos que no nos comprendieran y, obviamente, así sucedió.
Al enterarse del motivo de nuestra decisión, tomaron una actitud
de incredulidad y dejaron pasar el tiempo sin contratar a alguien
para sustituirnos, pensando que se nos pasaría el entusiasmo y
que, reconsiderando nuestra posición como los músicos mejor
pagados de México, regresaríamos para la siguiente temporada.
Mientras tanto, nosotros nos comunicamos con Marcos, para
informarle que ya habíamos renunciado y fijar la fecha de nuestro
primer concierto. Acordamos que sería el 2 de junio de 1990, y
que sería organizado por nuestra iglesia en la Ciudad de México.
Todavía faltaban unos meses para que acabara el año 1989, y
nuestro contrato con Luis Miguel. Nos pusimos a trabajar, preparando el material que tocaríamos con Marcos Witt, y que estaría
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basado principalmente en la grabación de «Adoremos», donde también incorporaríamos unas canciones que nos había hecho llegar
un tal Rubén Sotelo.
A la postre, Rubén se convertiría en la cuarta pieza fundamental
del grupo, con canciones como: «Poderoso Dios», «Altísimo
Señor», «Amor Sublime» y «Te conozco bien», las cuales se convirtieron en nuestro alimento, ayudándonos a comprobar que no
solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la
boca de Dios.
Nunca podré olvidar el momento en que Álvaro se presentó en el
estudio, trayendo en su mano la letra de «Amor Sublime»:
«Era una piedra cualquiera y me escogió
Y en su collar de mil perlas me llevó
Cuando era oscuro el destino
Y no encontraba el camino
Cuando mi pié resbalaba
Me levantó
Amor Sublime, que del cielo bajó,
que por darme la vida murió...»
Con lágrimas en sus ojos me comentó: «¡Esta es exactamente la
historia de mi vida!» ¡Cómo nos confortaron esas canciones, en
aquellos días de decisión!
Los primeros meses del noventa nos concentramos en ensayar.
El poco dinero que teníamos lo invertimos en algo de equipo que
necesitábamos y comenzamos a tener pequeños desajustes económicos en nuestras casas.Yo pensaba que, una vez que empezáramos a dar conciertos, estos serían todo un éxito y Dios supliría
a través de ellos todas nuestras necesidades familiares. No solo
eso, sino que una vez que los cristianos se enteraran que «los
músicos de Luis Miguel se habían pasado a su equipo», no nos faltaría apoyo por «nuestra valiente decisión». ¡Dios tenía tantas
cosas que enseñarme!
Llevábamos ya tres meses reuniéndonos para orar y ensayar en
casa de mi madre, cuando una tarde nos llamó el representante de
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Luis Miguel para convocarnos a los ensayos del nuevo material
para el comienzo de la gira del noventa.
Ese día habíamos estado muy contentos planeando los detalles
del concierto, por lo que no nos fue muy difícil recordarle nuestra
decisión por medio de mi hermano, que era quien hablaba con el
representante por teléfono. Una vez que Héctor colgó el teléfono
y nos informó que estaban dispuestos a darnos un jugoso aumento de sueldo, aunque solo firmáramos por tres meses más. ¡Se nos
«movió el tapete»!
No esperábamos que se nos presentara una situación como
esa. Habían transcurrido algunos meses de ensayo y nuestra desgastada economía empezaba a hacer estragos en nuestro estado
de ánimo, así que no fue fácil decir «no» a tan necesitada oferta;
sobre todo para Álvaro, pues estaba sin dinero, sin automóvil,
tocando con una batería prestada y, después de haberlo tenido
todo, ahora, a pesar de su gran talento y con su corta edad espiritual, tenía que fortalecerse cada día en la palabra de Dios que
recibía por medio de los que le animábamos para creer en la
poderosa locura de nuestro llamado.
Álvaro era quien también tenía que cargar con la presión de unos
padres que no eran cristianos y que no podían entender cómo su
hijo, en quien habían invertido tanto para que fuera un excelente
músico y no le faltara nada, sufría esas absurdas carencias en pos
de lo que ellos llamaban un «fanatismo religioso.»
Cualquiera hubiera esperado que, después de haber declinado
una oferta así, Dios nos recompensara abriéndonos de inmediato
todas las puertas como premio a nuestra fe. Pero aún había mucho
más que aprender.
Necesitábamos entender que para que Dios nos use es necesario
que él crezca y que nosotros mengüemos (Juan 3:30). Los privilegiados en participar de cualquier pequeño padecimiento para que
se lleve a cabo su voluntad en nuestras vidas, comparado con los
que tuvo que pagar él por nuestro rescate siendo inocente, somos
nosotros.
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«Esto es para ustedes motivo de gran alegría, a pesar de que
hasta ahora han tenido que sufrir diversas pruebas por un tiempo. El oro, aunque perecedero, se acrisola al fuego. Así también
la fe de ustedes, que vale mucho más que el oro, al ser acrisolada por las pruebas demostrará que es digna de aprobación, gloria
y honor cuando Jesucristo se revele». 1 Pedro 1:6-7
Jesús no solo nos había invitado a ser salvos por su sacrificio, sino
que también nos había dado el honor de convidarnos a invertir en
su reino nuestra vida y los talentos dados por él.
El primer concierto
Por fin llegó el tan esperado día del concierto. Marcos Witt llegó
dos días antes para ensayar con nosotros y se hospedó en mi casa
como estaba previsto. Después de los ensayos nos quedábamos
platicando hasta las tres de la mañana; se nos iban las horas soñando en el día en que la música del Señor trascendiera las paredes de
la iglesia e influenciara a la gente de todos los medios así como a
músicos y artistas seculares.
Recuerdo que esa mañana todo estaba listo. Los boletos se habían agotado dos días antes.
El concierto era a medio día y habíamos estado toda la noche
trabajando en el auditorio para hacer los ajustes necesarios al
audio y a la iluminación, así que casi no habíamos dormido. ¡Pero
quién podía dormir con tan grande expectativa! Bueno… mi
hermano Héctor sí, pues, como decimos nosotros, «duerme
como caballo de lechero.»
El concierto empezaba a las diez así que como a las cuatro de
la mañana, nos fuimos a casa a descansar un poco y regresamos
listos a las nueve, Marcos, mi esposa y yo. Al llegar nos impresionó la larga fila, pues le daba como dos vueltas al auditorio. En
ese momento supimos que mucha gente se quedaría afuera, ya
que solo había cupo para dos mil quinientas personas, y ahí estaban formadas muchas más.
No nos fue fácil llegar al estacionamiento, así que tuvimos que
dejar el carro lejos y llegar caminando por la puerta de atrás. Al
entrar, mi esposa y yo nos quedamos perplejos mirando todas esas
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butacas llenas de jóvenes. En ese momento su Espíritu tocó nuestros corazones y nos hizo darnos cuenta de que éramos privilegiados al haber sido tomados en cuenta por Dios para ser vasos por
medio de los cuales él llevara agua viva.
Con lágrimas en los
ojos volteé a ver a mi esposa quien, a partir de
ese momento, no tuvo
ninguna duda de que el
llamado que Dios nos estaba haciendo era legítimo y que seríamos
muy dichosos en aceptarlo.
Durante todo el concierto, fue solo llorar y
llorar para todos nosoFuerte
Elsita y yo en el primer concierto de Torre
tros. Al terminar hicimos una invitación a entregar la vida a Jesucristo, a la que acudieron decenas. ¡Fue algo maravilloso ver a todos esos jóvenes quebrantados, rindiendo su vida al señorío de Cristo con tanta necesidad! Nos quedamos hasta que se fue la última persona.
Queríamos saludar a todos los que se acercaban, y hasta invitamos a algunos de ellos a la comida de convivencia que teníamos preparada para todos los que habíamos colaborado en la
producción.
Esa misma noche, al llegar a casa, mi esposa me comentó que el
Señor había tocado su corazón durante el evento y que sentía la
convicción de solventar los gastos de nuestro hogar con su trabajo, mientras el Señor nos proveía el sustento por medio de su servicio, al que ahora se daba claramente cuenta de que Dios nos
había llamado. Ahora sí estaba seguro de que Dios estaba detrás de
todo esto: ¡al fin mi esposa y yo teníamos el mismo sentir!
Esperábamos que después de ese exitoso concierto nos llovieran
las invitaciones de parte de las iglesias. Pero no fue así.
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Eran tiempos en los que la música cristiana estaba sufriendo una
transformación en cuanto a la forma y el estilo musical en que el
grupo Torre Fuerte exponía el mensaje de salvación, resultaba
demasiado moderno y atrevido para muchos de los pastores y líderes, acostumbrados a la alabanza suave que por aquel tiempo predominaba en la mayoría de las iglesias.
Los primeros tres años no solo nadie nos invitaba sino que varios
pastores se dieron a la tarea de desacreditar nuestro trabajo, prejuiciados por nuestro estilo de música y por su falta de credibilidad
a la obra que Dios estaba haciendo en nuestras vidas. Hoy puedo
darme cuenta que todo esto obró en nuestro beneficio. El Señor
nos ayudó de esta manera a poner nuestros ojos en el Autor y
Consumador de nuestra fe, quien había determinado que nuestro
trabajo empezara más bien en las calles, en las escuelas, en los auditorios, etc., con aquellos a quienes les sería más difícil acudir de
primera instancia a una iglesia.
Además, todas esas criticas nos ayudaron a ser humillados, mostrándonos poco a poco que Dios no estaba interesado en nuestras
habilidades, sino en nuestra entrega a él.
Le doy gracias a Dios por toda la resistencia que hubo al principio hacia nuestro trabajo para él, ya que realmente había mucho de
nosotros mismos que nos era necesario hacer morir para que
pudiéramos reconocer verdaderamente que es solo su gracia y su
bendito favor inmerecido el que nos invitó a salir del mundo de los
bares, centros nocturnos y música vana para darnos la oportunidad de comprobar que solo dentro de su propósito se encuentra la
plenitud de gozo y la verdadera alegría de vivir.
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[Juan 5:19]
Nada hace el Hijo, sino lo que hace el
Padre.
O
TRA PERSONA QUE NOS ACOMPAÑÓ EN EL
principio de esta aventura fue Marthita Serrano.
En una ocasión, al compartir un tiempo con Elías
Amábilis, mi querido amigo me enseñó una canción
de Marthita llamada «Su Manto». Al escuchar esa
canción quedé perplejo. La letra de la canción estaba impresionante y la voz de Marthita, como cantante profesional que era, me pareció excelente.
Por si fuera poco, Marthita también tocaba el piano,
así que hablé con mi hermano y, después de escucharla, decidimos invitarla a unirse a nuestra locura.
Ambos sabíamos que no éramos muy buenos cantantes y nos pareció que la incorporación de Marthita al
grupo sería una aportación invaluable.
La invitamos a comer y le platicamos nuestro sueño,
ella se entusiasmó mucho y decidió aceptar nuestra
proposición. Pronto nos dimos a la tarea de montar
las canciones y ensayarlas. Incluimos las canciones de
Marthita «Es» y «Su Manto». Nos divertíamos como
niños en cada ensayo, la comunión en su Espíritu era
algo que disfrutábamos y nuestra ilusión de ser instrumentos que Dios usara para alcanzar a muchos era
nuestro incentivo. Nos acompañaban nuestros cuates Varelita, Alex Alducin, Martín, el «varón», el «chocolatito», todos los melómanos que nos animaban a
«echarle ganas» y seguir adelante.
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Una de las primeras invitaciones que recibimos fue de la iglesia
Comunidad Cristiana en Acapulco, quienes nos invitaron a participar en un concierto evangelístico en el Centro de Convenciones.
Yo estaba feliz de tener la oportunidad de viajar no solo con
Álvaro, Héctor y Marthita, quienes eran los otros integrantes del
grupo Torre Fuerte, sino con los melómanos amigos nuestros que
colaboraban voluntariamente con nosotros en el armado y la sonorización de los instrumentos, y quienes también se habían convertido en parte de nuestra familia, ya que pasábamos todo el tiempo
orando y soñando con ellos. Algunos formaban también parte del
consejo pastoral de la iglesia a la que mi hermano y mi madre pertenecían.
Aunque yo pensaba que ya había aprendido la lección de honrar
a mi madre, puesto que tenía algunos años haciéndome cargo
junto con mi hermano de sus necesidades económicas, todavía me
faltaba la segunda parte para «completar el curso». Y en ese viaje
llegó la oportunidad de presentar mi examen.
Mi mamá me había comentado que le gustaría ir con nosotros en
la primera oportunidad que hubiera una actividad fuera de la ciudad de México. A pesar de estar cumpliendo mi responsabilidad
económica con ella a través de la ayuda que mi esposa me brindaba, nuestra relación no había mejorado mucho, por lo que decidí
no invitarla. Conocía a mi madre y sabía que no dejaría pasar la
oportunidad de hacerme sentir mal frente a quien fuera. Estaba
seguro de que haría comentarios incómodos o que se encargaría
de «sacar mis trapitos al sol», o se quejaría sobre mi desconsideración por no llamarle al menos una vez a la semana para saber cómo
estaba. El riesgo era muy alto y no estaba dispuesto correrlo.
La verdad es que me pesaba llamarle porque cada vez que le
hablaba o la visitaba me hacía sentir culpable de su soledad. Su
conversación se tornaba en quejas y reclamaciones que no dejaban
lugar para ninguna solución. Parecía que lo único que mi madre
buscaba era a alguien con quien desquitarse de sus problemas.
Nuestra mala relación solo había cambiado de forma con el tiempo pero siempre nos mantenía distantes. Era tan vieja esta historia
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como la falta del padre en nuestro hogar. Parecía que ni siendo cristianos tendríamos la capacidad de encontrar la salida a esta triste y
añeja situación.
Un domingo antes de la salida a Acapulco, unos hermanos en la
fe que frecuentaban a mi madre me esperaron a la salida de la iglesia para informarme que mi mamá se encontraba «ya mejor de
salud», asumiendo que yo estaba enterado de los pormenores de su
enfermedad. Era lógico para ellos que yo, el muchacho que acababa de interpretar tan espiritualmente el Salmo 23, debía ser un
excelente hijo. Les agradecí las visitas que le hicieron y me despedí. ¡Qué habrían pensado de mí si supieran que yo no tenía ni la
menor idea de que mi madre estaba enferma!
Con este antecedente, definitivamente no podía permitir que mi
mamá nos acompañara a Acapulco, así que pedí a todos que no le
informaran de nuestro viaje. Sin embargo, como era de esperarse,
cuando el Señor quiere mostrarnos algo nunca falta alguien que le
sirva de instrumento.
Al subir al autobús que nos llevaría a Acapulco, al lado de un
«montón de colados» (muchas personas que no estaban invitadas),
estaba MI MADRE. La invitó un hermanito en la fe que realmente
nada tenía que hacer ahí y que se encargó de tenerme lista esa
«agradable» sorpresa.
«¡Hola mamacita, qué bueno que estás aquí!», exclamé con una
sonrisa fingida. Su escéptica mirada me pronosticó un viaje «inolvidable». Me senté lo más lejos que pude de ella, aunque todo el
camino pude sentir sobre mis hombros el peso de sus negativos
comentarios sobre mí. En la primera parada para comer, una hermana que iba sentada junto a ella, con una voz muy suave, me
comentó: «Hermanito, su mamita se siente muy sola. Debería visitarla más seguido». No supe qué responderle. Mi mamá había
comenzado «a hacer de las suyas» y pronto lograría su objetivo:
hacerme sentir como un gusano.
Al llegar a la ciudad de Acapulco nos esperaba una numerosa
comitiva encabezada por el pastor de la iglesia anfitriona. De inmediato, mi madre se abrió paso entre la gente para presentarse e
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informarle a todos que ella era « LA MADRE DE TORRE FUERTE».
Al darme cuenta de que mi mamá estaba hablando con él, me
acerqué para evitar cualquier comentario inconveniente. Me
hice pasar por el hijo preocupado por suplir las necesidades de
su madre (aunque ni siquiera sabía en donde se iba a hospedar)
y logré llevármela de ahí.
A mi lo único que me interesaba era que todo estuviera listo para
«ministrar al Señor» en nuestra presentación así que, haciendo a
mi madre cortésmente a un lado, regresé al autobús, dejándola a
media calle y sin tener ni la menor idea de dónde pasaría la noche.
Luego me dirigí al hotel en donde estaríamos hospedados solo los
integrantes de la banda.
No tardé mucho en olvidarme de que mi madre andaba por ahí
y me dediqué a trabajar en la prueba de sonido y a buscar mesas
donde poner a la venta nuestra primera grabación en vivo, realizada durante uno de nuestros conciertos en la ciudad de México.
A la hora de la comida nos concentramos todos en el hotel a fin
de pasar un rato de compañerismo. No esperaba que mi madre
estuviera por ahí, pero así fue.
Me aparté lo más posible de ella para evitar cualquier plática que
diera lugar a que manifestara sus desfavorables puntos de vista respecto a mí. Estaba seguro de que no había persona que se hubiera
sentado junto a ella que no se hubiera enterado del tipo de relación que llevábamos. ¡Vaya favorcito que me había hecho el hermanito que la invitó!
Una y otra vez la evadí durante el viaje hasta el punto de aparentar no haberla visto. Haría lo que fuese con tal de no tener que
escuchar alguno de sus reproches. Durante nuestro viaje de regreso a la ciudad de México su malestar era evidente: no me dirigió la
palabra ni una sola vez. Al llegar me acerqué para despedirme de
ella y ni siquiera me miró.
Traté de entregarle un sobre con el dinero que acostumbraba
darle mes a mes. Aun cuando lo necesitaba, terminantemente lo
rechazó. Su actitud no me dejó duda de que lo peor estaba aún
por venir.
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Duras palabras
Unos días después mi hermano y yo nos citamos en la oficina, el
lugar donde también teníamos nuestro estudio, para continuar con
la grabación de nuestro primer disco, en el que participaría como
invitado especial Marcos Witt.
Mi hermano y su familia habían llegado antes que yo y traían consigo una carta que les había dado mi madre para hacérmela llegar.
Por la cara de mi hermano y por lo grueso del contenido, supe
de inmediato que no se trataba de una tarjeta de felicitación.
Lo primero que sentí al abrirla fue una gran pereza, ya que se trataba de varias hojas escritas con letra pequeña por los dos lados. Como
tenía un poco de tiempo mientras mi hermano preparaba el estudio
para trabajar, me encerré en una habitación y comencé a leerla.
Tenía mucho tiempo de no escuchar a mi madre hablarme de
esa manera. Sus palabras estaban llenas de ira y de amargura, no
cejaba de llamarme «buitre» y de mencionar que le parecía increíble que los cristianos fueran tan tontos como para permitir que
un «buitre» como yo «cantara y alabara al Señor» mientras no era
capaz de saludar ni a su propia madre. Me felicitaba con muchos
y muy variados «elogios» por ser tan buen actor cantando del
Señor Jesucristo frente a la multitud con apariencia de ángel,
cuando por dentro era solo un hipócrita que se avergonzaba
frente a la gente de llamar Mamá a una mujer de apariencia sencilla como ella.
Cuando terminé de leer la carta, mi primera reacción fue buscar
con innumerables argumentos la desaprobación de mi hermano y
mi cuñada a la forma agresiva y altisonante con la que mi madre se
dirigía a mí. ¿Cómo podía decirse cristiana una persona que guardara tal rencor y amargura contra su propio hijo? A pesar de mi
indignación, dudo haberlos convencido de que mi madre era
quien se encontraba en un error.
A partir de ese día, mi relación con ella empeoró. Llegué al punto
de involucrar a mi esposa, con quien tan solo bastó un pequeño
malentendido para que cada una tomara partido en el problema y
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terminaran convirtiéndose en enemigas acérrimas. Esta situación
se prolongó por un par de penosos años, acrecentando cada día la
distancia entre mi madre y yo.
¡Vaya contradicción! Hablaba en diferentes foros de reconciliación con Dios y no podía encontrar la forma de ponerla por obra
entre mi madre y yo.Tendría que pasar tiempo para que pudiera
darme cuenta de que esa amistad plena que anhelaba tener con mi
madre no llegaría hasta que yo entendiera el verdadero significado
de la palabra «honra».
Dios utilizó las palabras de esa carta, que a menudo venían a mi
mente, como un martillo que fue quebrantando mi corazón de
piedra, llevándome a la conclusión de que mi madre no estaba tan
lejos de la verdad como yo pensaba. ¿De qué otra manera se
podría llamar a un hijo que se olvida de su propia madre sino «buitre»? Por supuesto, no estoy de acuerdo con que un padre use esa
palabra o cualquier otro insulto contra su hijo pero, en mi caso,
tengo que reconocer que quizá lo merecía. Después de todo, mi
madre había dado su vida y todo lo que tenía a su alcance por
hacernos felices y por que nada nos faltara.Y ahora se encontraba
sola en la casa.
Su dos hijos ya estaban casados, su hijita internada en una institución de asistencia privada y ella sin nada más que recuerdos
a su alrededor; sin nadie con quien comentar o a quien compartir sus tristezas y alegrías. Además, tenía que aceptar que el
papel que jugaba en nuestras vidas ahora era distinto, ya que
estábamos recién casados, y esto era algo muy difícil de entender para ella.
Yo, por mi parte, vivía la vida una vez más centrada en mí mismo
y mis intereses, involucrándome en múltiples actividades religiosas, pero evitando la oportunidad de derribar las murallas y fortalezas que por tantos años se habían levantado en mi corazón.
Al reflexionar en ello, el Señor me fue mostrando la necesidad de
cambiar, a fin de ser libre de mi amarga actitud. Sin embargo, no
pude dar este paso sino hasta que mi madre propició la reconciliación con mi esposa.
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Una dulce reconciliación
Un día llegó a la casa y me pidió hablar con Elsita. Un poco receloso por el antecedente de la situación que vivíamos, llamé a mi esposa y le dije que mi mamá la estaba esperando en la sala y quería hablar
con ella. Elsita, dudando «qué se traería» mi mamá en esta ocasión,
bajó, la saludó y, con una expresión sería, se dispuso a escucharla.
Cuando mi mamá empezó a hablar en un tono muy distinto al que
usualmente tenía y con una actitud humilde en vez de orgullosa y cortante, decidió prestarle mucha atención a lo que le exponía.
Mi mamá venía a pedirle perdón. El Señor le había mostrado que
su conducta estaba muy mal y que, lejos de acercarnos como familia, estaba poniendo una distancia cada vez mayor entre nosotros.
Nos pidió darle otra oportunidad. Elsita no pudo más que abrazarla
y decirle que, a pesar de todo lo que había pasado, nosotros la queríamos mucho y por supuesto también deseábamos que nuestras
relaciones, comunicación y comunión en la familia se reestablecieran, y también fue movida a pedirle perdón a mi madre por sus
malas actitudes hacia ella. Fue un momento de reconciliación que
trajo mucha bendición no solo para ellas, sino para mí, pues generalmente me quedaba entre la «espada y la pared».
La relación entre mi madre y mi esposa iba mejorando continuamente. Ambas habían crecido como cristianas a través de esta
prueba y mejorado en su relación «suegra-nuera», un papel nuevo
en su vida y para el cual ninguna de las dos estaban preparadas.
Ambas necesitaban trabajar buscando la sabiduría del Señor. El
cambio ocurrido entre ellas fue, poco a poco, moviéndome a dar
algunos pasos para intentar mejorar mi relación con mi mamá.
Comencé a llamarla por teléfono para preguntarle cómo estaba,
pero pronto me desanimaba al escuchar que tenía la misma actitud quejosa que yo no podía soportar.
De pronto, un día en el que en mi mente debatía acerca de llamarle o no para saludarla, Dios puso en mi corazón la llave que
estaba buscando. El Señor me dijo: «Honra a tu madre…» Como al
principio no entendí lo que Dios esperaba de mí, le respondía:
«Señor, desde que conocí la alegría de proveer económicamente
para sus necesidades, jamás me he atrasado ni un día en el cumplimiento de mi responsabilidad».
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Pero Dios se refería a algo más profundo que tan solo cumplir con
un deber económico. El Señor fue mostrándome que «Honra» era
también reconocimiento, agradecimiento y valoración. Además,
no bastaba con sentirlo. Era necesario expresarlo a fin de aligerar
el peso en la espalda de mi madre, el cual le agobiaba día tras día.
Después de escuchar hermosas predicaciones acerca de la presencia Dios con nosotros, mi mamá tenía que llegar a una casa
donde tan solo la esperaban un montón de muebles y recuerdos de
aquellos por quienes tanto luchó. El peso de su soledad podía ser
aliviado mostrándole en mi vida el resultado de ese esfuerzo. Su
soledad y tristeza podía ser atenuada al expresarle el sentimiento
que estaba escondido en mi corazón:
«Gracias madre, gracias por pagar el precio de mi felicidad y por
ser el instrumento hermoso de Dios por el que llegaron a mi vida
los regalos más preciados: mi relación con Cristo, mi esposa, mi
oficio de músico...
»Gracias mamá por esforzarte cuando sentías que ya no podías más
y aun así trabajaste duramente para suplir nuestras necesidades.
»Gracias por sacrificar tu pequeño automóvil para darnos los instrumentos con los que nos iniciamos como músicos profesionales.
»Gracias, gracias..., por tantas y tantas cosas que me vienen a la
mente a menudo, que hiciste por mí.»
¡Qué privilegio poder ahora suplir, aunque sea en lo poco, tus
necesidades y las de mi hermana! Una vez que entendí el real significado de la palabra honra, el Señor fue trayendo a mi memoria
todas aquellas cosas por las cuales debía estar agradecido con mi
madre y me dio un excelente consejo: «Cada vez que hables con tu
madre, antes que diga la primera palabra, bendícela reconociendo
todo lo que ha hecho por ti».
Aprendí entonces que una herramienta infalible que tenemos los
hijos para atenuar algún desacuerdo con nuestros padres: jamás la
confrontación sino la honra. ¡No esperé más! De inmediato llamé a
mi madre para poner en práctica el nuevo plan.
Marqué su teléfono y, antes de que pronunciara la primera palabra, la bombardeé con frases que ni yo mismo sabía que podía
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expresar, pero que tenía tanta necesidad de decirle desde hacía
mucho tiempo. ¡Ya se imaginarán el «lloradero»!
¡Qué rico poder decirle todas esas cosas a mi madre, dándome
cuenta de lo desagradecido que fui con ella y teniendo la oportunidad de pedirle perdón, cuando aún estábamos a tiempo de ser
los amigos que siempre soñamos ser! Al terminar la conversación,
como era de esperarse, todo el plan de Dios había dado resultado.
Mi madre, en vez de quejarse, ahora me repetía una y otra vez:
«¡Cómo has cambiado hijito!»
A partir de ese día, descubrí la libertad para acercarme a ella y
abrazarla como cuando era un pequeñito. Y sigo poniendo por
obra el consejo que Dios me dio, bendiciéndola cada vez que
hablo con ella.
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[ Génesis 2 8 : 1 2 ]
En mi bajeza me has mirado y me has tendido la escalera de Tu amor.
L
A PLACENTERA LABOR QUE LLEVÁBAMOS A
cabo como Torre Fuerte se desarrolló hasta alcanzar nuevas alturas y territorios. Eso se hizo evidente por que el número de invitaciones a participar en
conciertos comenzó a incrementarse. ¡Aún recuerdo
con emoción nuestra primera invitación al extranjero!
A la mitad de la preparación de un pedido de nuestro
material, recibimos en la oficina una llamada desde Costa
Rica. Se trataba de un joven de nombre William Muñoz,
quien nos comentó que las canciones del álbum Altísimo
Señor habían tocado su corazón y el de otros jóvenes que
trabajaban con él en una asociación evangelística llamada
Fuerza Juvenil. Nos dijo que sintieron el deseo de invitarnos a ofrecer un par de conciertos en dos auditorios
estratégicos de su país, convocando a dos mil o tres mil
jóvenes, con el objeto de compartir a través de nuestra
música la buena nueva de Cristo.
Nos parecía increíble que, sin tener una red de distribución de nuestro material en aquel país, nuestra
música hubiera llegado tan rápido. El álbum no tenía
ni seis meses de haber salido a la venta en México y,
según William nos informó, no dejaban de tocarlo en
la radio costarricense. Eso fue otra cosa que nos sorprendió. ¿En la radio? ¿Acaso en Costa Rica la radio
transmite canciones cristianas? No imaginábamos que
existían radiodifusoras cristianas, debido a que en
México no había ni una sola.
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A partir de ese momento se nos hicieron largos los días esperando a que llegara el momento de abordar el avión que nos llevaría a
nuestro primer concierto internacional como Torre Fuerte.
En aquel entonces nuestro grupo de trabajo para conciertos consistía de cuatro personas: Álvaro López en la batería, Héctor
Hermosillo como vocalista, bajista y guitarrista, Heriberto
Hermosillo como vocalista y tecladista y Benjamín Aguirre, nuestro
coordinador. Marthita Serrano había dejado de viajar con nosotros
porque estaba en la espera de su primer bebé.
Al llegar nos esperaba un grupo de personas que, a la postre, se
convertiría en nuestra familia «tica» (costarricense). Nos pareció
muy interesante que William nos informara que uno de los dos
auditorios programados para los conciertos era el Gimnasio
Nacional de San José. Dos años antes, ofrecimos un concierto en
ese mismo auditorio, pero como músicos de Luis Miguel. Al día
siguiente a nuestro arribo nos llevaron al auditorio para hacer la
prueba de sonido.
La escenografía les había quedado padrísima. Pudimos notar de
inmediato el entusiasmo y el amor con el que habían preparado
todo. Nuestra familia tica en aquel entonces estaba integrada por
William Muñoz, quien también fue nuestro coordinador por
cinco años a partir de entonces, Jorge Taylor y su familia, con
quienes vivimos incontables aventuras y Sixto Porras, de quien
recibimos muchos buenos consejos, entre muchos otros que se
añadirían más tarde como mi querido amigo Marco Guevara y su
esposita Ingrid.
El concierto fue todo un éxito, la asistencia fue casi tres veces
mayor de la que se esperaba, aproximadamente unas 5,000 personas. Durante el evento nos sorprendió muchísimo la respuesta de
la gente. Bastaba con tocar la introducción para que la audiencia
reconociera la canción y la entonara a todo pulmón.
Llegó el turno de interpretar «Altísimo Señor» y era muy impactante escucharles cantar. Hubo un momento en el que detuve la música
para poder escuchar a la multitud que, agradecida con Dios, cantaba:
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Altísimo Señor
Fue algo así como estar en cadena perpetua,
y unos segundos después sobre las nubes volar,
y siendo un vil pecador hoy como en tu mesa,
solo tu gracia le basta a mi corazón.
Altísimo Señor, entre mis sombras,
Tu palabra alumbró mi corazón...
Dando gracias al Señor con tal convicción, nos unimos a ese canto
a capella, proclamando juntos y a una voz que Su perdón nos puso
alas y Su palabra entre nuestras sombras alumbró nuestro corazón.
Al final del concierto era hermoso ver a todos esos jóvenes que se
encontraban al frente de la plataforma, tomando la decisión de
poner su confianza absoluta en el sacrificio de Jesús y entregando
voluntariamente sus vidas a la autoridad del yugo de Cristo. ¡Qué
bendición trabajar para el Rey de reyes!
Ese fue el primero de un sinnúmero de viajes que hicimos a lo
largo de toda Latinoamérica.Tuvimos el honor de llevar Su palabra
a través de nuestra música a lugares como Nicaragua, El Salvador,
Honduras, Guatemala, Venezuela, Argentina, Colombia, Puerto Rico,
República Dominicana, Perú, Chile, EEUU, España y Canadá, además de México. El viento de su amor nos llevó a compartir las «buenas nuevas» de norte a sur de Latinoamérica.
En uno de estos viajes tuvimos el gozo de regresar a Argentina, a
las mismas ciudades en las que tiempo atrás estuvimos con Luis
Miguel. El Señor nos llevaba esta vez a restaurar vidas y la comunión con Dios. Muchos de los jóvenes que tiempo atrás nos habían conocido trabajando con Luis Miguel nos escuchaban sorprendidos por el cambio que reflejaban nuestras vidas. Otros vinieron
a escuchar al grupo con la inquietud de saber qué había pasado y
por qué razón habíamos decidido dejar a Luis Miguel. Esta vez, en
lugar de incitar su sensualidad, despertábamos el hambre y sed por
la Palabra y el Perdón que sabíamos que, al igual que a nosotros,
les hacía tanta falta.
Fue hermoso estar ahí cumpliendo la Gran Comisión que nuestro
Dios nos había encomendado y poder animar a esos jóvenes a buscar algo más que música. Queríamos que encontraran el propósito
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para sus vidas y pudieran llevarse algo de valor a su casa. Queríamos
que regresaran con el poder del Espíritu Santo en su corazón para
vivir una vida diferente y ser luz entre los suyos. Ese viaje reafirmó
nuestra convicción de haber sembrado la semilla del talento musical que Dios nos había dado en la mejor tierra, la que da fruto al
ciento por uno.
Lo último de la tierra
Cuando la gira por Argentina se acercaba a su fin, nos avisaron
que un grupo de hermanos en Ushuaia deseaban que se llevara a cabo un concierto evangelístico en su ciudad. Ushuaia es
la última ciudad habitada en el Polo Sur, mejor conocida como
«el fin del mundo». El Señor entonces nos reveló que eso era lo
que quería de nosotros, que lleváramos su palabra hasta lo último de la tierra. ¡Qué privilegio!
Torre Fuerte en el Polo Sur
Se llevaron a cabo todos los preparativos y abordamos el avión
en Buenos Aires, en donde nos explicaron que para llegar a
Ushuaia tendríamos que transbordar. La zona tenía requerimientos especiales para aterrizar y tan solo una decena de pilotos en el mundo recorren ese camino, que es bastante difícil y
no poco peligroso.
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Con este antecedente nos subimos al avión y abrochamos bien
apretaditos nuestros cinturones. El viaje estuvo bastante, digamos…, pues…, «emocionante». Sufrimos los efectos de las «bolsas
de aire» que hacían subir y bajar el pequeño avión una y otra vez,
con giros hacia uno y otro lado y, en fin, el viaje se tornó en una verdaderamente larga jornada. Repentinamente, pudimos ver a lo lejos
una pequeña montaña y el piloto nos avisó que estábamos por llegar.Todos respiramos aliviados.
Casi a punto de aterrizar y en vuelo rasante, el piloto viró drásticamente hacia un lado. En forma casi vertical y precipitada se
dirigió a una minúscula pista que apareció súbitamente delante
de nosotros, justo entre un mar lleno de hielo y una montaña
con hermosos pinos. ¡No lo podía creer! Si el piloto fallaba en su
maniobra, o nos estrellábamos en la montaña o nos caíamos al
helado mar.
«Bueno, Señor —pensé—, pues si me das a escoger prefiero el
agüita, aunque esté bien fría», y me agarré del asiento hasta con
las uñas. Sin embargo, y para tranquilidad de todos, el piloto
logró aterrizar el avión sin problema. Al bajar, no podíamos
dejar de admirar el gélido paisaje sin poder dejar de temblar de
frío. Los hermanos que nos invitaron llegaron a recibirnos y les
comentamos sobre el atrevido aterrizaje y de nuestra preocupación sobre lo que nos pareció que iba a ser un frío chapuzón
de bienvenida.
Ellos nos explicaron que si un avión llega a derrapar en la pista por
el hielo y cae al mar, la gente puede morir antes ser rescatada debido a las gélidas temperaturas, ya que la sangre se congela normalmente en menos de 5 minutos. El otro problema es la abundancia
de tiburones blancos en el área, lo cual no deja tampoco muchas
posibilidades para un rescate.
Con tan «acogedor» comentario de bienvenida, no pudimos más
que agradecer otra vez a nuestro Dios por ayudarnos a llegar con
bien y pedirle por anticipado que de la misma manera nos llevara de regreso.
El concierto se llevó a cabo con muchas carencias técnicas pero
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con un enorme ánimo para exaltar a nuestro Rey, literalmente, en lo
«último de la tierra». Fue una bendición estar en Ushuaia y nos gozamos en saber que, aun en lejanos lugares, el Señor tiene pueblo
esperando conocerle.
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12 Dios es Fiel
[2 Timoteo 2:13]
Si fuésemos infieles, Él permanece fiel.
U
N DÍA, MIENTRAS DESCANSABA EN CASA, RECIBÍ
una llamada de uno de los compositores que
más admiraba en música cristiana. Me comentó
que Dios había puesto un deseo en su corazón que quería compartir con mi hermano y conmigo. Nos dimos
cita en un restaurante japonés del centro de la ciudad,
cercano a nuestra oficina.
Mi esposa y yo éramos aficionados a ese tipo de comida y me pareció bueno compartir mi «amplio conocimiento culinario» con mi nuevo amigo, Miguel
Cassina.
Al sentarnos a la mesa, lo primero que le dije fue:
«Miguel, ¿has probado este tipo de comida antes?»
Miguel respondió: «Alguna vez».
Entonces le dije: «Es necesario que pruebes esto con
mente abierta, porque se trata de cosas raras. Pero no
te preocupes porque están deliciosas. No lo olvides,
“con mente abierta”».
Cuando llegó el mesero,Miguel me pidió de favor que
yo ordenara para todos, ya que tenía más experiencia.
De inmediato, y como todo un experto, le hice saber al
mesero lo que queríamos. Cuando llegó la comida, me
llamó la atención que la presentación de los platillos
fuera muy diferente a la que yo estaba acostumbrado a
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ver en otro restaurante japonés que solíamos frecuentar. Los trozos
de pescado venían acompañados de una crema verde a un lado,
parecida al típico guacamole (salsa de aguacate) mexicano.
Miguel me preguntó: «¿Qué es eso?» Como todo un conocedor, le
respondí: «Se me hace que es un tipo de aguacatito muy sabroso
que seguramente es para darle más sabor.» De inmediato, tomé una
buena porción y se lo agregué a mi trozo de pescado, llevándomelo confiadamente a la boca.
¡¡Yaaaaahhhhjj!! ¡Sentí que me iba a estallar el cráneo!
El sabor resultó totalmente espantoso: era tan picante que tuve
que salir corriendo al baño mientras Miguel y mi hermano, riéndose a carcajadas, me gritaban:
«¡Hey, mente abierta hijo, mente abierta!»
Me pasó lo que dice el refrán: «El pez por su boca muere...»
Lo único bueno que saqué de aquel vergonzoso momento fue que
mi burrada permitió que se rompiera el hielo entre nosotros,dejando atrás las formalidades, para comenzar la mejor amistad que he
conocido hasta el momento con un músico cristiano.
Una vez que terminamos de comer y de reírnos como niños, Miguel
comenzó a compartirnos el sueño que Dios había puesto en su corazón. Nos comentó al pasar cerca del Palacio de las Bellas Artes de la
Ciudad de México, había sentido un profundo deseo de glorificar en
ese lugar el nombre de Jesús, por medio de un gran concierto que
impactara a la sociedad mexicana. Miguel quería dar testimonio de la
existencia de un pueblo redimido que vivía en medio de la ciudad.
Quería que ese pueblo fuera luz entre las tinieblas y tenía el deseo de
compartir esta visión con nosotros, para que participáramos con él
haciendo los arreglos musicales y dirigiendo la orquesta sinfónica.
En ese momento me pareció una idea bastante descabellada. La
sala de conciertos del Palacio de las Bellas Artes solo estaba disponible para espectáculos culturales como el ballet, la ópera o recitales de música clásica de alta calidad, todos interpretados y monta[108]
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dos solamente por reconocidos artistas de talla mundial. Por otro
lado, en el muy remoto caso de que pudiéramos conseguirlo, habría
que hacer una gran inversión para contratar a toda una sinfónica.
Pero el Señor no solo tenía el plan de hacernos trabajar juntos,también
quería enseñarme a través de Miguel lo que era un hombre de fe y la
forma en la que, cuando Dios pone una convicción en el corazón, él
mueve la gente y dispone los recursos para abrir el camino por delante.
Miguel estaba totalmente seguro de que se trataba de un plan de
Dios, así que de inmediato le pusimos fecha y nos pusimos a trabajar
en los arreglos. Mi hermano propuso que yo dirigiera la orquesta, lo
cual significó un gran reto para mí. Esa sería mi primera experiencia
como director y, aunque ese había sido siempre mi sueño, no creí que
Dios me lo tomaría en serio, y menos en un concierto tan importante
donde el objetivo era presentarlo como el Dios de excelencia que es.
Yo sabía que no estaba capacitado ni como músico ni como cristiano para representar al Señor en tan serio compromiso. Pero lo
débil de Dios es más fuerte que los hombres y lo necio de Dios es
más sabio que los hombres. Cuando él te da el privilegio de elegirte
para una obra específica, él también suplirá todo lo que te falte conforme a sus riquezas en gloria. ¡Y vaya que necesitaría toda su ayuda!
Me puse a trabajar con gran diligencia y entusiasmo. Unos días
antes del concierto, y cuando ya todo parecía estar listo, se nos presentó el más inesperado de los problemas. Esa mañana Miguel y yo
fuimos al banco para retirar de una cuenta el dinero con el que
cubriríamos los diversos gastos del evento. Una vez que tomé mi
lugar en la fila, unos tipos de aspecto poco amigable se formaron
detrás de mí. Sin embargo, yo no le di mucha importancia al asunto.
Al llegar a la ventanilla, me pareció extraña e incómoda la actitud
del cajero que, en voz bastante alta, mencionó el monto de lo que
me entregaba. Tratando de ser lo más discreto posible, tomé el dinero, lo metí en el bolsillo de mi pantalón y me dirigí a mi automóvil,
donde me esperaba Miguel.
Subí al auto y arranqué. No habíamos recorrido ni un kilómetro cuando un auto mediano, con cuatro tipos adentro nos dio alcance y desde
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adentro nos hicieron señas para que nos detuviéramos. De inmediato
reconocí a los tipos que se habían formado detrás de mí en la fila del
banco. Sin dudarlo, le dije a Miguel: «¡Ya nos asaltaron, hijo!»
Miguel me volteó a ver con mirada de incredulidad mientras los
tipos, con brusquedad, nos obligaban a detenernos. Sin oponer
resistencia, estacioné el vehículo. Ellos detuvieron su auto delante
de nosotros para cerrarnos el paso e inmediatamente abrieron las
cuatro puertas de su vehículo para exigirnos salir de nuestro auto
mientras nos apuntaban con sus armas.
Luego nos tomaron del cabello (en aquel entonces yo todavía
tenía cabello) y nos metieron violentamente en el asiento trasero de
su auto. Los que parecían los jefes de la banda se sentaron adelante,
otro se sentó con nosotros atrás y el cuarto nos siguió conduciendo mi automóvil.
Nos ordenaron cerrar los ojos pero yo estaba tan nervioso que me
era imposible mantenerlos cerrados. El asaltante que venía con nosotros me gritaba: «¡Cierra los ojos güero!», y me golpeaba en la cara.
Miguel y yo empezamos a orar.Yo repetía algunos salmos mientras
Miguel oraba en lenguas. Ellos nos repetían una y otra vez: «¡Hagan lo
que les decimos y no les va a pasar nada!» Yo no podía dejar de orar en
voz alta y, en una oportunidad, el que iba conduciendo, me gritó:
«¡Que te calles!», y volteó para darme un golpe. Al hacerlo, perdió el
control del vehículo y se estrelló contra la acera, y despedazando una
de las llantas.
A pesar de su sangre fría, noté que el nerviosismo de los asaltantes iba
en aumento pues no traían herramienta para cambiar la llanta y tuvieron que detenerse en una vía muy transitada como a las doce del día.
Con singular inocencia (¡¿?!), y supongo que debido a mi nerviosismo,
les sugerí que usaran la herramienta de mi coche.Y así lo hicieron.
Al terminar de reparar la llanta, se subieron al auto nuevamente y se
dirigieron a un camino que sale de la ciudad. Habiendo oído tantas
veces en la televisión cómo en estos casos los ladrones matan a sus víctimas o las mantienen secuestradas por días para pedir un rescate, no
cesábamos de suplicarles que nos dejaran ir y se llevaran el dinero. Ya
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habían pasado varias horas desde que nos habían llevado a la fuerza y
no parecían tener la intención de dejarnos ir pero, de repente, el que
iba manejando detuvo el carro en un callejón y precipitadamente nos
gritó: «¡Saquen todo lo que traen y bájense!» De inmediato les dimos el
dinero junto con todo lo que traíamos y nos bajamos del automóvil.
Una vez que se fueron, Miguel y yo nos dimos un fuerte abrazo y con
lágrimas en los ojos le agradecimos a Dios por habernos conservado la
vida. Sabíamos el origen de este ataque. El enemigo quería estorbar la
obra de Dios que se llevaría a cabo en Bellas Artes.Aun así no dudamos
ni un minuto en seguir adelante con los planes que había puesto el
Señor en nuestro corazón, sabiendo que él restituiría de alguna manera ese dinero.Y así fue. Milagrosamente, Dios proveyó nuevamente lo
que nos habían robado y pudimos hacer los pagos necesarios.
Y llegó el día del concierto.
Ahí estaba yo, vestido «con traje de pingüino» y rodeado de excelentes
músicos. El foro de dos mil quinientas personas estaba totalmente lleno.
Las manos me sudaban copiosamente y sentía un hormigueo de nervios por
todo el cuerpo. Después de haber orado todos juntos y ultimado los detalles,me quedé solo en el camerino mientras se daba la «tercera llamada».
De pronto vinieron a mi mente esos sueños que al principio de mi
vida con Cristo había tenido y que por mucho tiempo habían quedado olvidados. Recordé cuando, a la mitad de un concierto con el cantante Emmanuel, le había pedido a Dios que me concediera algún día
hacer sonar mis arreglitos aunque fuera con una pequeña orquesta de
ica en Bellas Artes
Heriberto dirigiendo la orquesta sinfón
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cámara (dos violines, una viola y un cello), sin importar que fuera en
el patio de mi casa y con la presencia tan solo de mi familia.
Me parecía increíble que estuviera a punto de comprobar que
Quien «…puede hacer muchísimo más que todo lo que podamos
imaginarnos o pedir, por el poder que obra eficazmente en nosotros…», me hubiera escogido para estar ahí en ese día, dándole
honra a través de la música y los talentos que me había dado.
¡El Señor no había olvidado mi sueño! Y ahora me lo recordaba y
me hacía ver que su propio sueño para mi vida era mucho más grande. Si yo me tomaba de su mano, él me llevaría mucho más lejos de
lo que yo ni siquiera podía imaginar. ¡Gracias Cristo! ¡Gracias por
llevarme a lugares de delicados pastos, Señor!
Mientras esto sucedía, en la entrada se le estaba entregando a la
gente un panfleto que decía que no era posible danzar durante el
concierto, ya que el Palacio de Bellas Artes, por el hecho de estar
ubicado en el área central de la ciudad de México, estaba hundiéndose poco a poco y no se quería correr ningún riesgo. A pesar de
eso, en cuanto se comenzaron a escuchar los primeros acordes del
canto «Me gozaré, me alegraré», todo mundo olvidó el posible riesgo y eso se convirtió en una verdadera fiesta espiritual.
Literalmente, podía sentirse que todo el edificio se movía al compás
de las alabanzas. La gente no quería dejar la sala y nos hicieron repetir
las canciones más jubilosas una y otra vez hasta que todo mundo terminó exhausto, incluyéndonos a nosotros. ¡El evento fue inolvidable!
Con esa experiencia, el Señor me enseñó muchas cosas y me dejó
recuerdos muy valiosos. Entre lo mejor que me dejó, está una franca y verdadera amistad con Miguel Cassina, a quien considero el
mejor amigo músico dedicado al ministerio que he tenido y quien,
a pesar de mis errores, siempre se ha mantenido como un buen
compañero de milicia, creyendo que el que comenzó la obra en mí
la perfeccionará para el día de Cristo.
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13 Es Amor
[2 Pedro 3:9]
Todo el silencio de esta espera.
M
IL NOVECIENTOS NOVENTA Y TRES FUE UN
año que marcó un cambio muy profundo en la
vida de mi esposa y en la mía. El año anterior,
durante la grabación del álbum «Te Anhelo», de Marcos
Witt, habíamos tenido el gusto de conocer a Ronny
Huffman. Nos sentíamos tan identificados en nuestros
gustos musicales y en nuestra visión evangelística que
decidimos invitarlo a co-producir junto a nosotros nuestra nueva grabación «Mi Fortaleza».
Fue entonces que Álvaro, Héctor y yo nos fuimos a
Los Ángeles, California, para aprovechar todos los
medios que estaban al alcance de Ronny y lograr un
mejor resultado en esa nueva producción, que tenía el
objetivo de alcanzar con la buena nueva principalmente a todos los melómanos.
Ronny aportó dos excelentes canciones para el
álbum.También contamos con la valiosísima colaboración de Rubén Sotelo, Danny Cruz y Renato Vizuet,
este último el compositor de una canción con un significado muy especial en mi vida.
Me encontraba a punto de grabar la voz principal de
la canción «Es Amor», cuando me avisaron de la cabina
de grabación que tenía una llamada de mi esposa desde
México.Al contestar la llamada, pude darme cuenta de
que algo importante había sucedido. Su voz sonaba
temblorosa y creo que no sabía por dónde empezar.
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Elsita había sufrido diversos malestares que se agudizaron en las
últimas semanas. Esa mañana se había decidido consultar al doctor
y se dirigió al consultorio acompañada de su mamá. El doctor le
informó que sus incomodidades parecían deberse a la presencia de
un «saco embrionario» de cinco semanas que, a reserva de hacerle
algunos análisis, parecía encontrarse creciendo saludablemente
dentro de su vientre.
¡Qué increíble! La noticia me dejó como paralizado. No sabía si llorar o gritar como loco. Mi esposa y yo teníamos casi ocho años esperando que Dios nos permitiera tener un bebé y esa llamada marcaba el final de una larga espera. Una y otra vez asumimos que estaba
embarazada debido a sus problemas hormonales pero al poco tiempo descubríamos que solo se trataba de falsas alarmas.
Pero esta vez era cierto. ¡Estábamos esperando un bebé! Atónito
por la noticia me despedí de mi esposita y regresé frente al micrófono para hacer la primera toma de la canción. Sin embargo, un
nudo en la garganta me impedía cantar.
Le pedí a los muchachos que me dieran un minuto para reponerme del «SUSTO» y, después de haberle dado las gracias al Señor
por habernos concedido ese regalo tan esperado y tan deseado,
desahogando mi corazón en profundo agradecimiento, tomé un
profundo respiro, regresé al estudio y les dije: «OK, vamos a intentarlo de nuevo».
Todo iba bien hasta que llegó la parte que dice: «Es amor, todo el
silencio de esta espera es amor». Aunque esta parte está inspirada en
el pasaje de 2 Pedro 3:9 que dice que Dios quiere que todos vengan
al arrepentimiento, en ese momento la frase me hizo recordar todos
aquellos difíciles momentos en los que mi esposa y yo tuvimos que
sobreponernos a la idea de que nuestros hermanos menores se llenaran de hijos, mientras nosotros pasábamos el tiempo visitando especialistas en esterilidad, gastando dinero y sometiéndonos a diversos
tratamientos que nunca pudieron solucionar el problema. Luego de
agotar todos nuestros recursos humanos, tuvimos que entregar nuestro deseo al Señor, esperando que él decidiera lo que era mejor para
nosotros, en su buena voluntad.
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Es Amor
Esta experiencia nos ayudó a aprender que nos era necesario
depositar toda nuestra confianza en el Señor y pasar de creer en
Dios a creerle a Dios, esperando en el cumplimiento de su propósito para nuestras vidas, cualquiera que este fuera. Mi esposa
y yo pasamos años orando noche a noche por un bebé, pero
aprendiendo al mismo tiempo la disposición de aceptar la voluntad de Dios.
«No se inquieten por nada; más bien, en toda ocasión, con oración
y ruego, presenten sus peticiones a Dios y denle gracias.Y la paz de
Dios, que sobrepasa todo entendimiento, cuidará sus corazones y
sus pensamientos en Cristo Jesús.» Filipenses 4:6-7
La noticia del embarazo de mi esposa me ayudaba a entender el
propósito de Dios, pues nos concedía en el mejor tiempo, que es Su
tiempo, el anhelo de nuestro corazón.
De pronto, escuché la voz Ronny, sacándome de mi meditación,
quien me recordó que teníamos que intentar de nuevo la toma de
ese segmento de la canción. ¡Pobre Ronny! Sé que ese día Dios
probó su paciencia conmigo por todas las veces que tuvo que repetir esa parte de la canción en la grabación.Yo no podía evitar dejar
de reconocer, al llegar a esa frase, todo el amor de Dios manifestado
hacia nosotros y la voz se me quebraba una y otra vez.
Finalmente terminamos la grabación y quedamos muy satisfechos
con el resultado. No podía esperar a regresar a casa y tenía unos
deseos incontenibles de abrazar a mi esposa y poner la vida y el crecimiento de nuestro bebé en las manos del Señor.
Una herencia de Dios
Elsita tuvo un embarazo muy bendecido. El Señor puso en nuestro
corazón que le diéramos prioridad a su bienestar, por lo que renunció a su trabajo y se dedicó a llevar a cabo todos los preparativos
para la llegada de nuestro angelito.
Algunos meses después de aquel inolvidable momento, llegó
para Elsita y para mí el gran día. Con tanta expectativa por nuestro deseado bebé, mi esposa y yo habíamos acordado no aceptar
ningún compromiso con Torre Fuerte quince días antes y quince
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días después de la fecha en que se estimó que nacería Danny. Sin
embargo, debido al desorden hormonal que Elsita padecía, nunca
supimos la fecha exacta de la concepción. Por lo tanto, el cálculo
de la fecha del nacimiento se basó en el primer sonograma que le
hicieron.
Así que los quince días antes de la fecha estimada llegaron y también se fueron. La fecha programada llegó y pasó. Los quince días
posteriores a la fecha pasaron también y nuestro bebé seguía muy
a gusto en la pancita de mamá.
Elsita y yo estábamos ya muy ansiosos porque se acercaba el
momento en que tendría que reanudar mis compromisos, y casi le
suplicábamos al doctor que indujera el parto. Habíamos orado al
Señor que nos permitiera estar juntos para recibir a nuestro hijo
pero el doctor se había negado y nos había dicho que tendríamos
que esperar. Nos dijo que cuando el bebé estuviera listo, entonces
vendría todo «solito» y eso nos evitaría problemas posteriores.
Desilusionados, tuvimos que regresar a casa a preparar mi maleta
para viajar a Puerto Rico, país donde participaríamos como Torre
Fuerte en un congreso juvenil al día siguiente. Hasta ese momento,
Danny no había dado señales de querer salir de la pancita de mamá.
Mi suegra y mi madre se encontraban en mi casa desde hacía un
mes, esperando el ansiado nacimiento, y parecía que no llegaría
¡hasta que yo regresara de Puerto Rico!
Como a las ocho de la mañana del día siguiente, mientras me preparaba para salir rumbo al aeropuerto, un grito irrumpió en el
ambiente de tranquilidad. Después de seis años de novios y ocho
de casados, y de pensar que Elsita era la mujer más ecuánime y apacible de la tierra, me parece que ese día la conocí realmente.
Al oír todo el alboroto, salí corriendo del baño. Mi madre y mi suegra estaban ayudando a mi esposa a llegar al automóvil para llevarla al hospital. ¡El momento había llegado! Sorprendido por la situación, confundido y apurado en medio de los preparativos para
tomar el avión a Puerto Rico, solo pude decirle a Elsita que estaría
orando por ella, pues no podía romper mi compromiso con los
organizadores del congreso en Puerto Rico.
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Me quedé en casa mientras las consuegras se encargaban de todo y nervioso,esperé a mi querido amigo Sergio,quien me llevaría al aeropuerto.
Mientras esperaba,la voz de Dios dentro de mi corazón se hizo presente.
—Así que ya te vas a predicar el Evangelio, ¿no?—, me dijo el
Señor en mi corazón.
—Tú sabes que no puedo romper mi compromiso, los hermanos
tienen todo listo y me esperan—, repliqué.
—«Compromiso», ¿eh? ¿No te parece que tienes un compromiso
mucho mayor con tu esposa y con tu hijo? ¿Y qué vas a predicar?
¿Una teoría o un estilo de vida nueva, cumpliendo tu pacto con tu
esposa, como yo cumplo mi Palabra?
En ese preciso momento entendí a qué se refería el Señor. Tomé
el teléfono, llamé a Puerto Rico y les expliqué la situación. Afortunadamente, los hermanos fueron muy comprensivos. Luego de
acordar alcanzarlos al día siguiente, me dijeron que estarían orando
al Señor para que todo estuviera bien.
Mi amigo Sergio llegó finalmente y le pedí que me llevara al hospital,
donde me sorprendió encontrar a mi esposa bastante tranquila. Me
explicó que llegó al hospital con muchísimo dolor y prácticamente
obligó al personal del hospital a que le suministraran la anestesia.
Ya habían transcurrido cuatro horas desde el primer grito de Elsita
cuando el doctor dijo que ya todo estaba listo para entrar a la sala
de parto así que, después de una pequeña discusión entre mi madre
que me decía que entrara al quirófano, y mi suegra que aseguraba
que me iba a desmayar, tomé una decisión y me metí al quirófano.
¡Qué experiencia más hermosa! Ver la cabeza de mi enanito y después todo su cuerpecito. De inmediato el doctor me ofreció unas
pinzas con las que tuve el honor de cortar su cordón umbilical.
¡Wow! Después de hacerlo, la enfermera lo limpió, lo pesó, lo envolvió y me lo dio. ¡Fue como un encuentro cercano del tercer tipo!
¡Qué impresionante! Tantos años de imaginarme a un hijo mío y
de añorar este momento y ahora podía verlo y sentirlo en mis brazos. «¡Gracias Señor!», le decía una y otra vez con lágrimas en los
ojos. Nunca había experimentado un sentimiento de protección tan
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grande y tan profundo hacia una persona como en este momento.
Observé su carita, sus ojitos, sus manos, y comencé a darle las gracias al Señor por esa hermosa criatura y a encomendar la vida de
mi bebé en sus manos. Mi esposa, que también deseaba verlo, me
pidió que se lo acercara. Extasiada, no dejaba de besarlo y abrazarlo suavemente, derramando lágrimas de alegría. Poco después,
la enfermera lo tomó y se lo llevó.
Mi esposa, con una leve sonrisa pero en medio de su expresión de
dolor, me miró y me dijo:
—¿Cuándo encargamos la parejita?
—¿En serio? ¿Después de todo este lío se te antoja otro bebé? —le
respondí, riéndome.
—¡Claro! ¡Ahora más que nunca sé que todo este sufrimiento vale
la pena!
Nunca había entendido tan bien las palabras de Romanos 8:23-24, en
donde el Señor nos explica a través del apóstol Pablo que en este tiempo los hijos de Dios nos encontramos,en muchas ocasiones,como con
dolores de parto y gemimos. Ayudados por el Espíritu Santo logramos
mantener firme nuestra vocación de fe en medio de un mundo que
continuamente está ejerciendo presión para desviarnos del cumpli-
Dedicación de Danny recién nacido
miento del propósito de Dios en nuestras vidas. Pero algún día estaremos entre sus brazos diciendo: «¡Realmente valió la pena!»
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Nuestro bebé fue el hallazgo que nos hacía falta para madurar
nuestra relación con Dios y como pareja. Es increíble como
puede uno aprender tanto de la naturaleza divina cuando se convierte en padre. Todo ese desprendimiento que genera el amor
al hijo, todo ese sentido de protección. Todo el amor que debe
tener el Padre celestial para haberse dispuesto a sacrificar a su
único Hijo con el propósito de hacer las paces con nosotros. Los
que somos padres, tenemos el privilegio de poder apreciar ese
sacrificio.
Aunque como humanos nos es imposible entenderlo, Dios, viendo mas allá y con la esperanza de que nosotros entendiéramos su
amor, lo recibiéramos y decidiéramos caminar con él, estuvo dispuesto a entregar lo más preciado que tenía en favor nuestro.
Con ese mismo ejemplo, Dios ahora nos entregaba la responsabilidad de dedicarnos a la crianza de nuestro hijo. Mi esposa y yo lo
cuidamos, lo disfrutamos y observamos cada momento, descubriendo una enorme felicidad al suplir sus necesidades.
Sin embargo, cuando nuestro hijito tenía aproximadamente dos
años y medio, empezamos a notar que se sentía solo y buscaba la
compañía de otros niños. A menudo jugaba en el espejo con su
«amiguito». Llegaba el momento en que papá y mamá no eran «suficientes», y necesitaba un hermanito.
Pero desde que Danny había nacido no habíamos hecho nada para
evitar el tener otro bebé, por lo que nos preguntábamos si el Señor
nos concedería nuevamente el privilegio de ser padres. El Señor
probó una vez más nuestra fe y paciencia y nos mantuvo orando y
esperando en su voluntad.
En su misericordia, que nos da lo que no merecemos, ocurrió un
segundo milagro. Elsita quedó embarazada nuevamente y tuve la
bendición de recibir y cortar el cordón umbilical de mi hijito David.
Nuestro amado David vino a casa tres años y tres meses después
que Danny.
La llegada de David a nuestro hogar completó a nuestra familia de
una manera preciosa. Nuestro lindo morenito, con su carácter tan
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Nuestros hijos David y Danny
jovial y su dulzura, vino a ser el compañerito tan deseado de nuestro amado Danny y el balance que como padres necesitábamos
para educar a nuestro esperado hijo mayor.
A través de nuestros dos hijos, Dios nos ha permitido conocer el
amor de padres. Quedamos perplejos al reflexionar que, por mucho
que amemos a nuestros hijos, nuestro amor humano e imperfecto
jamás podrá compararse al amor de Dios, quien renunció a su Hijo
único para cubrir la paga de nuestro pecado.
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Serenata
14 Espiritual
[Mateo 15:21-27]
Con todo mi corazón, Señor,
levaré ante tu altar serenata espiritual.
L
UEGO DE VARIOS AÑOS DE INTENSO TRABAJO
a tiempo completo para el Señor,surgió una formidable idea en los corazones de Álvaro y de Benjamín
Aguirre:¿Qué tal si ofrecíamos una serie de conciertos integrando al grupo Koinonía y a Torre Fuerte una sola banda?
Koinonía estaba integrado por Abraham Laboriel, Justo
Almario y Alex Acuña, unos músicos de fama internacional muy admirados por nosotros desde el tiempo de
nuestra formación musical. Sabíamos que habían participado en proyectos junto a Paul McCartney, Al Jarreu,
Jaco Pastorius y Michael Jackson, entre otros, por lo que
parecía muy difícil que aceptaran venir a México a tocar
con nosotros.
Me llevé una gran sorpresa cuando Álvaro les llamó para
invitarlos y, al comentarles el propósito de los eventos,
accedieron entusiasmados a participar. Pudimos constatar que no solo se trataría de interpretar canciones con
músicos de primer nivel, sino con dedicados hijos de
Dios.
Estos conciertos tenían el objetivo de convocar a músicos y artistas no cristianos.Teníamos una gran ilusión por
compartir el regalo más preciado que poseíamos, así que
pusimos nuestro más grande empeño en presentar un
evento de primera calidad.Con la ayuda de profesionales
se montó una escenografía impresionante. El coro fue integrado también por cantantes excelentes como Marthita
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Serrano y Claudia Piza, entre otros. Diseñamos con mucho cariño unas
bonitas invitaciones que hicimos llegar a un sinnúmero de músicos y
artistas con los que habíamos trabajado en el pasado.
Llegó el momento que esperábamos y el auditorio estaba lleno.
Teníamos una inmensa curiosidad de saber quiénes de nuestros
invitados especiales estaban allí. Terminó la primera parte del concierto y teníamos un pequeño descanso, mismo que aproveché
para salir a comprar algo de comer.
En el pasado tuve algunos problemas con el personal de administración de Daniela Romo debido a que, entre otras cosas, en estos
espacios que se quedaban en medio del show, me daba hambre y
siempre salía a comprar algo. La gente de Daniela me llamaba la
atención diciéndome que vestía un uniforme y era parte de los artistas, así que no podía salirme así nada más a la dulcería.
Ese día, con mi «boca-lista» de siempre, quise ir a comprar un
refresco y un hot dog. Para mi sorpresa encontré a la road manager de Daniela Romo vendiendo en la dulcería.
—Hola Alejandra, ¿qué andas haciendo por aquí?
—Nada, tengo la concesión de la dulcería—, me contestó. ¡Fiú!
Realmente me dio gusto no trabajar más para ellos.
—Oye, no sabía que fueran tan famosos —me dijo—, ¡el teatro está
llenísimo!
Anteriormente habíamos tocado ahí mismo con Emmanuel y con
Daniela Romo, pero probablemente con menor asistencia.
Yo solo le di gloria a Dios y la invité a escuchar el mensaje de las canciones, esperando que ello pudiera sembrar la Palabra en su vida. Nos
despedimos y me fui de inmediato a los camerinos a prepararme para
la segunda parte del concierto.Todo, gracias a Dios, resultó excelente. Muchas personas tuvieron la oportunidad de escuchar acerca del
incomparable amor de Dios a través del sacrificio de su Hijo, al tiempo que disfrutaron también de un buen espectáculo musical.
Daniela Romo nos mandó flores, Manuel Mijares envió a su representante, Johnny Laboriel y Ela Laboriel estuvieron allí. A pesar de
eso nos sentíamos un poco frustrados de que la mayoría de los artistas que invitamos no hubieran acudido personalmente. Pero el
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Señor tenía planes que pronto habrían de manifestarse. Habíamos
trabajado duro los últimos dos años viajando por todo Latinoamérica en diversos conciertos y congresos y, a decir verdad, nos
sentíamos un poco cansados tanto física como anímicamente.
Algunas veces me parecía que dábamos vueltas en círculo,sin llegar a
ningún lado. Siempre estábamos de aquí para allá y nos era difícil identificar los resultados de nuestro trabajo en la vida de la gente que asistía a nuestros eventos, o que escuchaba alguno de nuestros proyectos.
Fue dentro de esa fatiga emocional que el Señor nos llevó a iniciar
un camino nuevo y nos animó a seguir adelante.
Una sorpresa celestial
Todo comenzó en el verano de aquel mismo año, para ser exactos
el veintisiete de junio. Regresaba a casa procedente de Puerto Rico,
cuando me encontré con la sorpresa de que mi esposa me había
preparado una «fiestecita» de cumpleaños.
Mis chaparritos y ella estaban vestidos muy elegantes y me tenían
listo un muy bien decorado pastel con una inscripción que decía
«Felicidades papi».
Después de haberlos abrazado y haberle dado gracias a Dios por un año
más dentro de su propósito, mi esposa me informó que momentos antes
de mi llegada había llamado por teléfono, desde la ciudad de México, la
popular cantante mexicana Yuri, quien le había hecho saber que tenía
dos meses de haber «nacido de nuevo», recibiendo a Jesucristo como su
Señor y Salvador, y que se había enterado por medio de un amigo que
algunos años atrás los músicos de la banda que acompañaba a Luis
Miguel habían dejado su trabajo con él, para formar el grupo Torre
Fuerte, a través del cual compartían la verdad del Evangelio por medio
de conciertos y grabaciones.
Este amigo le había hecho llegar el álbum «Mi Fortaleza», en donde
encontró nuestro teléfono y se había puesto en contacto con nosotros para que le aconsejáramos con respecto a su deseo de cantar
para el Señor. De inmediato me comuniqué a su radiolocalizador
para avisarle que ya estaba en casa y que esperaría su llamada para
ponerme a sus órdenes. Minutos después sonó el teléfono.
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Al contestar, escuché su inconfundible voz que preguntaba por mí
y le dije: «Sí, Yuri, habla Heriberto». A partir de ese momento se
deben haber incrementado las acciones de la compañía telefónica
en la bolsa de valores, ya que la güera tenía mucho «testi-rollo» y, de
menos, la llamada continuaría por una hora más.
Después de contarme su vida y de platicarme la manera en la que las
canciones del álbum «Mi Fortaleza» se habían convertido en parte de
su propia experiencia con el Señor, su comentario final me dejó perplejo. Me preguntó, con mucha prudencia, si quizá habría un lugarcito
con Torre Fuerte, aunque fuese en el coro, para cantarle al Señor.
Jamás hubiera imaginado que una artista con su nivel de popularidad pudiese llegar a ser sensibilizada por el Espíritu Santo de tal
manera que pudiera darse cuenta de que, por mucha fama o dinero
que hubiera podido atesorar en este mundo, nada se comparaba con
el privilegio y el honor de ser tomada en cuenta por Dios para anunciar las virtudes de quien nos llamó de las tinieblas a su luz admirable.Tampoco me imaginé que el Señor la llevara a valorar a tal grado
el sacrificio del Hijo de Dios como para estar dispuesta a dejar a un
lado el glamour de su posición y su imagen para darse el gusto de
cantarle a Jesús aunque fuera como parte del coro de un grupo casi
totalmente desconocido en el medio donde ella se desenvolvía.
Con este hecho, el Señor me entregaba un regalo de cumpleaños
que refrescaría mi corazón con una nueva visión y me daría renovadas fuerzas para cumplir la misión que me había encomendado.
De ahí en adelante, se inició una hermosa amistad con Yuri y con
Rodrigo, su esposo. Nos invitó a su casa en la Ciudad de México y
comenzamos a vernos con más frecuencia.
En las oportunidades que tuvimos de reunirnos, platicamos lo que
estaba pasando en Latinoamérica con la música cristiana y así surgió la idea de que nos acompañara en la próxima gira.
La invitamos a Costa Rica y, muy animada, aceptó incorporarse al
viaje junto con Rodrigo. La gente la recibió con mucho cariño. Le
daban notitas animándola a seguir adelante, buscando el propósito
de Dios para su vida.Yuri se entusiasmó mucho con este viaje y nos
pidió que la incluyéramos cuando nos fuera posible. Así lo hicimos
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y empezamos a hacer algunos conciertos juntos. Sin embargo, se
inició una etapa de prueba para Yuri y Rodrigo cuando muchos pastores, renuentes a aceptar su genuina conversión, le cerraban las
puertas y aleccionaban a la grey en su contra. Otros usaban de su
fama para atraer a la gente y hacer de ello mercadería para beneficio personal.
En una ocasión, durante un concierto en Colombia,Yuri compartía
con entusiasmo su testimonio de conversión. Repentinamente, los
arrendadores del equipo de audio desconectaron el sonido. Yuri trató
de continuar, gritando tan fuerte como le fue posible para que la oyeran, a pesar de que la situación que la había traído al Señor tenía que
ver con un nódulo en su garganta y gritar así ponía en riesgo su salud.
Bajé de la plataforma para ver qué pasaba y el personal de audio
me informó que los organizadores del evento no habían pagado aún
la renta del equipo. Haciendo uso únicamente de mentiras habían
llegado hasta ese momento, pero cuando se comenzó a ejercer presión sobre ellos, simplemente desaparecieron del lugar.
Sumamente apenado por la situación, le expliqué a Yuri lo que ocurría. Muy afligida, les rogó a los dueños del equipo de sonido que lo
activaran nuevamente. Les explicó que no se trataba de un concierto
cualquiera, sino de un medio para que la gente conociera de Dios y
que ella estaba dispuesta a pagar con su tarjeta de crédito lo que los
organizadores les debían. De inmediato, las personas responsables
encendieron el equipo de audio y el concierto pudo concluirse.
Al final, como Torre Fuerte decidimos cubrir el costo del audio,
aun cuando nuestros recursos económicos eran muy limitados en
ese momento y el gasto representaba un gran esfuerzo para todos.
Sin embargo, todos consideramos que era lo correcto y agradecimos a Yuri la disposición de su corazón, explicándole que desgraciadamente en medio del rebaño de Dios nunca faltan personas que
organizan este tipo de eventos con motivos puramente económicos
y que, cuando las cosas no funcionan como ellos esperan, normalmente evaden sus responsabilidades.
Afortunadamente tuvo también oportunidad de darse cuenta que
hay quienes verdaderamente desean compartir las buenas nuevas
con genuino interés en que las personas se salven.
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Tal fue el caso de nuestra participación en el Festival de Vida que se
llevó a cabo en Ciudad Juárez, Chihuahua, México, con Mike
Macintosh. En esa oportunidad, Yuri pudo ver cómo de una manera
totalmente desinteresada se organizaron actividades de servicio social
como almuerzos con las autoridades, limpieza dental gratuita, entrega
de despensas, cortes gratuitos de cabello,visitas a presos y enfermos en
hospitales, conciertos, etcétera, todo totalmente gratis, acompañando al
Evangelio con ayuda social, tomando como modelo el ejemplo de
Cristo.
Las actividades que se esperaban más concurridas eran los conciertos evangelísticos en los cuales participaríamos.
Cuando Yuri vio la gran cantidad de personas que se preparaba
para ver el concierto, me dijo con sus mejores intenciones: «Mira
Heriberto, la fama que Dios me ha dado está sirviendo para que
mucha gente venga al concierto a escuchar de Jesús». En ese
momento el Señor puso nuestra amistad y mis convicciones a prueba. Yo no podía más que decir lo que el Señor me había enseñado
y sabía que a la güera no le iba a gustar pero «nada podemos en
contra de la verdad, sino por la verdad».
Orando que el Señor le diera entendimiento, le contesté: «Yuri,
hemos aprendido en la Palabra que hay tres cosas que no provienen
del Padre: los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida, o sea la fama. Mira güerita, a lo mejor después de
esto ya no vamos a ser cuates pero Dios no comparte su gloria con
nadie. Estos veinte años de carrera artística y de fama las recibiste
del mundo, no de no Dios; y el mundo pasa y sus deseos, pero el que
hace la voluntad de Dios permanece para siempre». Esto le cayó
como un balde de agua fría. Su sonrisa se desvaneció, bajó su mirada y yo pensé que estaba a punto de presenciar un «estallido».
Tomando aliento, continuó: «Heriberto, ¿quieres decir que veinte
años he sido famosa sin que Dios haya estado de acuerdo?»
«Bueno güera, no sé cómo lo vayas a tomar pero, aquí está en la
palabra de Dios.Y claramente dice «no provienen»,¿verdad? Y la fama
del mundo, donde la gente pone sus ojos e idolatra a los artistas, eso
no lo da Dios, porque Dios no comparte su gloria con nadie».Yuri
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bajó nuevamente su cabeza. Tal vez estaba acostumbrada a pensar
como piensa el mundo, que le «pide» a Dios o «al santito» o «a la virgencita» que los haga famosos.
«Jesucristo es quien vino a ser el que recibe la honra, la gloria y el
honor. Cuando el Sol de Justicia brilla, las estrellas se apagan,
güera.»
Le fue difícil recibir estas palabras. Generalmente los artistas están
acostumbrados a que todos «les den por su lado» y las confrontaciones no les gustan. Sin embargo,un momento después,y con gran
humildad, Yuri levantó su cabeza y me dijo: «Sí, tienes razón
Heriberto, ahora entiendo que Dios no comparte su gloria con
nadie y, como decía Juan el bautista, es necesario que yo mengüe y
que él crezca. Usemos la fama que el mundo me dio para darle la
espalda y que mucha gente lo conozca».
A pesar de haber sido una etapa difícil por los muchos momentos
de confusión a los que ella se confrontó, creo que el Señor usó esta
y otras experiencias en la vida de Yuri para ayudarle a fijar su vista
en el lugar correcto. Nuestros queridos amigos Yuri y Rodrigo, con
una insaciable sed de la palabra, leían su Biblia y nos hacían montones de preguntas.
En medio de un gran alboroto, los medios de comunicación se dieron
a la tarea de «investigar» lo que estaba pasando en la vida de Yuri y, por
el simple afán de una «noticia»,desgraciadamente tergiversaron la mayoría de sus comentarios y lo que sucedía alrededor de las actividades.
También resultaba confuso para la audiencia televisiva, y para el
pueblo cristiano principalmente, entender lo que pasaba.
Desafortunadamente, muchos programas pre-grabados con participaciones o interpretaciones de Yuri eran totalmente contradictorios
a la imagen que quería proyectar.
Yuri se encontraba en medio del proceso que cita Romanos 12:2,
que nos dice que no nos conformemos a este siglo, es decir que no
tomemos la forma externa que tiene el mundo, sino que nos transformemos por medio de la renovación de nuestro entendimiento.
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Por tu Gracia
Esta palabra, que tiene la misma raíz griega de la palabra «metamorfosis», se refiere al cambio externo que se da a través de la palabra de Dios, como resultado del cambio interno, «La senda de los justos se asemeja a los primeros albores de la aurora: su esplendor va
en aumento hasta que el día alcanza su plenitud.» Proverbios 4:18
A pesar de tanta presión,Yuri decidió iniciar un estudio bíblico en
su casa con la intención de compartir la buena nueva a sus compañeros artistas.
A ese estudio comenzó a asistir María del Sol, una cantante mexicana de música soul muy reconocida y quien, al ver el cambio operado en la vida de su amiga y deseando tener ese «algo» que reflejaba ahora su rostro, se volvió una asidua asistente.Al principio tenía
muchas dudas acerca de «todo este asunto», así que se dedicó a
escuchar, observar y meditar en lo que se le exponía, haciendo
muchas preguntas. Algún tiempo después, María decidió rendir su
vida al Señor y se convirtió en esa preciosa hermana con la cual
hemos compartido innumerables aventuras.
El Señor nos mostró a través de María del Sol la forma en la que
un corazón manso a su voluntad es útil y agradable a Dios. María
abrió su casa para compartir la Palabra a toda persona en un estudio bíblico conducido por mi hermano Héctor. Comenzamos a
estudiar la Biblia verso por verso y el resultado no se dejó esperar.
El crecimiento espiritual que se experimentamos todos al escudriñar profundamente la Escritura fue evidente y nos ayudó a establecer y reafirmar convicciones.
Habíamos aprendido mucho en todos nuestros viajes, conociendo
diferentes enfoques y formas de adorar y servir al Señor. Ahora llegaba el momento de madurar lo aprendido y definir la manera en la
que llevaríamos a cabo el discipulado de las personas que el Señor
estaba depositando en nuestras manos. El Señor usó la casa de María
del Sol para sembrar su Palabra en el corazón de muchas personas
que conocieron la libertad que solo puede encontrarse en Aquel
que ha pagado el precio de nuestra adopción con su propia sangre.
Una gran oportunidad
Un buen día me llamó la güera por teléfono para decirme que
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Serenata Espiritual
Cristina Saralegui la había invitado a su programa, transmitido por
Univisión desde la ciudad de Miami.
Cristina quería entrevistar a los artistas que estaban dejando todo
para hacer música cristiana y Yuri le había sugerido invitarnos a nosotros y a María del Sol. Accedimos con gusto, dándole gracias al Señor
por la oportunidad de llevar honra a su Nombre públicamente.
A través de este programa televisivo podíamos unir esfuerzos para
alcanzar el propósito por el cual Dios nos había creado, exaltando
el nombre de Jesucristo para que todos los televidentes del programa fueran atraídos a él. Este propósito se había hecho patente en
nuestro grupo Torre Fuerte y ahora servía de inspiración a Yuri, a
Rodrigo y a María del Sol.
En el avión que nos llevó a Miami platicamos acerca de todo lo
que había sucedido en la vida de la güera y que la había llevado a
buscar al Señor. Recordó que le habían diagnosticado la presencia
de un nódulo en la garganta, justo a la mitad de la grabación de su
disco, y había tenido que suspenderla. De hecho, el médico le había
diagnosticado un tumor y necesitaba descansar la voz totalmente;
en ese momento no sabía si podría seguir cantando.
Frustrada por no poder hacer nada al respecto de su situación, pronto se dio cuenta de su fragilidad de su vida y de todo lo que había «construido» por más de veinte años.Por otro lado,su vida sentimental siempre había sido muy difícil y había sufrido varios desengaños. Lo mismo
ocurría en sus relaciones familiares: cuando supo de su diagnóstico,
ella se encontraba totalmente sola. Su fama, dinero y posición estaban
a punto de irse a la basura. Todo por lo que había luchado se venía
abajo en ese momento.Vanidad de vanidades, bienes temporales.Tenía
todo lo que el mundo podía ofrecerle, pero su costo fue la soledad y el
vacío.
Fue entonces que clamó a Dios, pidiéndole ayuda y, de forma milagrosa, alguien le hizo llegar uno de nuestros discos. Ella lo escuchó
hasta memorizarlo y se sintió particularmente identificada con la
letra de «Serenata Espiritual»:
No, ya no quiero cantar por cantar,
no quiero más falsedad,
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ya no quiero mis labios mover,
para ofrecer pero nunca dar,
para decir pero no vivir, para cantar por cantar.
En mi vida voy a dar,
un concierto de verdad,
cada día y sin hablar ,
te llevaré serenata espiritual.
Durante el trayecto, comentamos que sería bueno que grabara un
álbum cristiano y le hablé de una canción compuesta por Rubén
Sotelo llamada «María Magdalena». Le dije que ella me recordaba a
ese personaje bíblico porque se había humillado ante los pies de
Jesús, reconociendo su pecado.
Al llegar al aeropuerto nos recogió una limosina y nos llevó a un
hotel muy elegante. Nos instalamos y nos dispusimos a orar por que
el Señor se glorificara al día siguiente en la entrevista.
Llegado el momento, Cristina comenzó a hacernos preguntas y le
tocó su turno a la güera:
—Yuri, ¿qué vas a hacer ahora? Sé que tienes varios autos Mercedes,
casas y deudas. ¿Cómo vas a sostener ese nivel de vida?
—Bueno, Cristina —le dijo Yuri—, a mí ya no me interesan esas cosas.
Estoy aprendiendo que, aunque sea en una casita sencilla, podría ser
feliz. He tenido todo lo que he deseado, tal y como lo mencionas;
casas, coches, un yate, y eso no me ha traído felicidad. Al contrario,
todo eso me ha dado muchos problemas. El haberle entregado mi vida
a Dios, y el haber recibido su perdón, me ha dado paz. Una paz y un
perdón que no se puede comprar con todo el dinero del mundo. Y es
que Dios ha puesto en mi corazón que yo soy como su María
Magdalena.
—¿A qué te refieres? —le preguntó Cristina.
—Sí, tú sabes, María Magdalena, la prostituta que menciona la Biblia.
—¡Óyeme no, Yuri! Por favor no te digas tan feo, ¡nosotros nunca
hemos sabido que tú te hayas involucrado en un escándalo así! —
le dijo Cristina.
—Bueno, Cristina,ahora que lo mencionas quizás tienes razón: yo era
más tonta que las prostitutas. Ellas lo venden, pero yo lo daba gratis.
Esta exaltación de Jesucristo a través de la humillación de ella, me
impresionó. Una personalidad pública como Yuri, que solía cuidar
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tanto de su imagen,¡se dejó caer hasta el piso para que Jesucristo fuera
levantado!
«El único valor que tengo ahora, Cristina, es Cristo en mi corazón,
y es a él a quien quiero servir y a agradar de ahora en adelante»,
expresó Yuri finalmente.
Fue un privilegio ser parte de ese momento y animar no solo a la
audiencia, sino a Yuri, a Rodrigo y María del Sol a buscar y recibir
más del Señor.
«A la verdad, no me avergüenzo del evangelio, pues es poder de
Dios para la salvación de todos lo que creen…» Romanos 1:16
Cuando inicialmente Héctor, Álvaro y yo aceptamos el llamado
del Señor a dedicarle el talento musical que nos había dado como
herramienta para compartir su Palabra, nunca imaginamos que
nos llevaría a recorrer Latinoamérica y España con su Mensaje.
Mucho menos sospechaba yo que tenía
planes más grandes
para continuar con el
propósito que tenía
para nuestras vidas. En
este punto, el Señor se
encontraba preparando el terreno para iniciar una nueva etapa
en nuestro ministerio.
Con Thalía, María del Sol, Yuri y Rodrigo
En esa temporada los conciertos con Torre Fuerte pasaban por un
momento difícil. Esto se debió, en parte, al desajuste que experimentamos cuando Álvaro decidió continuar su camino en forma independiente y nos vimos obligados a preparar a otro baterista.
Al mismo tiempo que esto sucedía, el estudio bíblico que habíamos iniciado en casa de María del Sol crecía rápidamente, demandando cada vez más la presencia de Héctor en lo que se convertía
rápidamente en nuestra iglesia: Semilla de Mostaza.
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Esto me empujó a salir por mi cuenta a dar mis primeros pasos
en el área evangelística que el Señor nos había dado, compartiendo la Palabra en las iglesias y llevando mi piano y mis pistas con la
música de Torre Fuerte a lugares donde difícilmente hubiéramos
llegado antes, debido a las limitaciones normales en el presupuesto para viajar con muchas personas. Para mi sorpresa,la gente en las
iglesias y en las diversas actividades, lejos de considerar esto como
una limitante en cuanto a la calidad de la presentación, me expresaban su agradecimiento y me animaban a continuar haciéndolo. Esto
me animó a seguir escudriñando la Palabra y, a su vez, hacía que la
sed por ella aumentara en mi corazón. Empecé como nunca a pasar
hora tras hora nutriéndome y meditando en mi corazón en lo que el
Señor deseaba transmitirme. Día a día descubría en los pasajes bíblicos verdades preciosas que surgen no de llenarnos de «actividades
cristianas», sino de la comunión con él, meditando en lo que ha
hecho y está haciendo en nuestras vidas.
Aunque ya por muchos años le había servido, fue hermoso descubrir que la fuente de la alabanza que el Señor desea se encuentra en
un corazón agradecido por el rescate de la cautividad del pecado,
que me había esclavizado a mí en el pasado. Ahora el Señor me
había hecho libre y en su amor había soñado para mi vida «cosas
que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre»,
pero que él tenía preparadas para mí.
Como dice el Salmo 126, cuando el Señor nos saca de nuestra cautividad, nuestra boca se llena de risa y nuestra lengua de canciones jubilosas.Al ver nuestro cambio, los que están a nuestro alrededor dicen:
«El Señor ha hecho grandes cosas por ellos… El que con lágrimas siembra, con regocijo cosecha. El que llorando esparce la semilla, cantando
recoge sus gavillas». En todo este tiempo pasamos muchos momentos
difíciles. Sin embargo, ahora veíamos el resultado en la vida de muchas
personas y podíamos regocijarnos y fortalecernos en él, aprendiendo
que realmente en todo tiene un propósito.
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[Isaías 53:5]
Su misión fue rescatar vidas penitentes
que clamaron libertad.
S
eñor, ahora que me has ayudado a meditar en todas estas cosas y cada vez que
recuerdo alguno de estos momentos de
mi vida, no puedo sino agradecerte por regalarme el don de poder reconocer tu favor en
cada uno de ellos, favor con el que me has
afirmado como Monte Fuerte.
Favor que me ha rodeado como un
escudo de tu justicia y que ha levantado
del lodo mi rostro.
Favor que, desatando mi tristeza y ciñéndome de alegría, me ha coronado de tu misericordia.
Reconozco, mi Señor, que nada sería yo sin
ti y sin tu favor.
Puedo darme cuenta de que el padre que me
abandonó no es comparable con Aquel que,
pagando un precio de sangre, compró el derecho de mi adopción.
Todo lo que vivo hoy, es producto de tu amor.
Me has levantado del polvo y del muladar
me has exaltado, para hacerme sentar con
príncipes y heredar un sitio de honor.
Gracias, PADRE, por traer a mi memoria todas estas imágenes del pasado.Creo que ahora
empiezo a entender a lo que te refieres al
decirme: «¡¡Hoy es el día de volar!!»
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Por tu Gracia
D
e pronto, el letrero que señalaba la desviación a San Luis
Potosí estaba frente a mí. Sin dudarlo, tomé el camino que me
llevaría directamente hasta casa de mi padre.
Ya no quedaba ninguna duda dentro de mi corazón. Las canciones referentes a los «muros caídos», que había entonado tantas
veces a lo largo de estos años de ministerio de tiempo completo
con Torre Fuerte, empezaban a cobrar verdadero sentido dentro
de mi corazón.
«Hoy podré ver esos muros caer». Esta frase y las palabras que el
Señor había hablado a mi corazón me acompañaron hasta la puerta
de la casa de mi padre.
Apenas llegué, toqué el timbre. No pasó mucho tiempo para que
un rostro incrédulo se asomara por la ventana, reflejando su
asombro por tan inesperada visita. La última vez que nos vimos
fue en aquella fatídica entrevista en la que, debido a la ráfaga de
«Bibliazos» que recibió de mi parte, me pidió que no volviera
jamás.
Aquel hombre envejecido por sus múltiples padecimientos abrió
la puerta y, con un tono de inseguridad y desconfianza, me dijo:
«Pasa, hijo».
Al entrar a su casa, nos dirigimos directamente a la sala de estar.
Inmediatamente, su mujer y mis medias hermanas desaparecieron
de la escena, como presagiando otro mal encuentro.
Mi padre permaneció a la expectativa por un rato hasta que se
me ocurrió el inicio típico de una conversación mexicana.
Comencé preguntándole por su salud y, después de hacer un largo
recorrido por las últimas noticias de cada miembro de nuestra
familia, me di cuenta de que «las murallas de mi Jericó», la amargura y el rencor, estaban más altas y fuertes de lo que pensaba. Ni
siquiera fui capaz de estrechar su mano para saludarle y, por
mucho que me esforzaba por cumplir con el propósito de mi visita, no encontraba la manera de poder entrar a una comunicación
más franca y sincera con mi padre. Pero poco a poco esos simples
temas de conversación fueron rompiendo el hielo.
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Corazón Valiente
Noté también que había unos trozos de madera apilados junto a
las escaleras que llevaban al segundo piso y pregunté: «¿Para qué es
la madera que tienes ahí?»
Me contestó que un amigo suyo se la había regalado al enterarse
que el médico le recomendó sustituir la alfombra de su recámara,
pues guardaba mucho polvo. Para alguien con sus problemas de
salud, eso era bastante dañino: había desarrollado una deficiencia
renal como producto de sus múltiples operaciones del corazón.
Quise alargar la plática para encontrar el momento de decirle que
me perdonara, pero no pude hallar el valor para enfrentar mi responsabilidad. Entonces decidí despedirme, no sin antes invitarlo a
desayunar al día siguiente a su restaurante favorito. Mi padre accedió gustoso, al percibir un cambio en mi actitud.
Ya en la habitación del hotel, leí con avidez la Biblia, orando para
recibir fortaleza de las manos de mi Señor. ¡Esa noche fue tan corta!
La mañana llegó al mismo tiempo que la hora de la verdad.
Nuevamente me dirigí a casa de mi padre y, para mi sorpresa,
encontré que me estaba esperando en la puerta. En su rostro se
dibujaba una leve sonrisa, lo que me hizo sentir más relajado.
Al llegar al restaurante, ordenamos la especialidad: «Tamales y atole».
Mientras veía a mi padre disfrutar de uno de sus platillos favoritos,
el milagro que había pedido comenzó a manifestarse. La imagen de
villano que yo tenía de mi padre grabada en mi corazón se fue transformando poco a poco. De repente tuve frente a mí a un hombre
destruido por su propia concupiscencia, cuyos pecados le habían
alcanzado y lo tenían ahora en una situación realmente deplorable.
Mi corazón se constriñó al darme cuenta de que, en tanto tiempo
trabajando para el Señor y con tan buenos resultados en la vida de
muchos jóvenes, nunca había podido aligerar ni siquiera un poco la
pesada carga de mi propio padre. ¡Qué ironía!
La fuerza inigualable del Espíritu Santo empezó a fluir repentinamente y como río poderoso hasta que no pude esperar más:
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«Papá, no quiero irme sin decirte lo que me ha traído hasta aquí.
Quiero pedirte que me perdones...
»…Dios abrió mis ojos para darme cuenta que no soy mejor que tú.
De no haber sido por la gracia y la misericordia de Dios, yo habría
cometido errores mucho peores que los que tú has cometido.
»No es mi papel juzgarte y mucho menos condenarte, aunque eso
es lo que hice durante todos estos años.
»Te pido que me perdones.»
Mi padre, como «buen macho mexicano», me enseñó desde muy
pequeño que «los hombres no lloran».
Sin embargo, al escuchar de mi boca palabras de sincero arrepentimiento en vez de amargas acusaciones, no pudo evitar que sus
ojos se inundaran de lágrimas. Al notar el quebranto de mi padre,
me levanté, me dirigí hacia él y lo abracé.
Cuando pude reaccionar, me di cuenta de que tenía sus brazos
alrededor de mí, exactamente como cuando regresaba del trabajo y
se acercaba a mi cama para darme las buenas noches.
¡Por cuantos años añoré disfrutar nuevamente un momento así
con él! ¡Si tan solo hubiera comprendido antes que Dios es amor y
que lo que él quiere es misericordia y no sacrificio y que el amor
cubre multitud de faltas!
Desgraciadamente, y a causa de mi duro corazón, fue necesario
que pasara todo este tiempo para ver la muralla de rencor que estaba delante de mí. Ahora la veía con claridad y podía observar cómo
se desmoronaba.A través de las grietas se filtraba la luz de la vida de
Dios, que me traía un nuevo amanecer de perdón y reconciliación
con mi padre.
Nuevamente, la voz de Dios volvió a hablar a mi corazón:
—Heriberto, es necesario que esa muralla caiga de una vez hasta el
piso.
—¿A qué te refieres, Señor?
—¿Recuerdas ese dinero que yo te di y que recibiste como ofrenda de
amor cuando pasaste a compartir con los matrimonios en Monterrey
y que, según tú, era mi provisión para cubrir los gastos de la escuela
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de tu hijo Daniel? ¿No es acaso exactamente lo que necesita tu padre
para colocar la madera en el piso de su recámara? Usa ese dinero sabiamente para lo que realmente te lo di y honra a tu padre.
¿Darle dinero?
«Pero Señor, no me siento comprometido con mi padre. Él se fue
de la casa y nunca me dio nada, ¡jamás se preocupó por saber si me
hacía falta algo a mí!»
«Heribeeerto… ¿Quieres ver cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni
han subido en corazón de hombre, o solo quieres conocer los versículos en mi Palabra que lo declaran?»
No había otro momento más propicio para permitirle a Dios culminar su obra en mí y derribar de una vez por todas esa muralla que
me habían impedido por tantos años la dicha de sentirme rodeado
por los brazos de mi padre. Así que saqué el dinero y le dije: «Papá,
aquí tienes el dinero que necesitas para poner el piso de tu cuarto».
Mi padre fijó su mirada en el sobre que le di y me dijo: «Lleva ese
dinero a tu hermana, que le ha de hacer mas falta que a mí».
El comentario me sorprendió y le contesté que desde hacía muchos
años mi hermano y yo éramos los instrumentos por los que Dios
tenía buen cuidado de las necesidades económicas de mi hermana.
Mi padre se rehusó a recibirlo y tuve que depositarlo personalmente dentro de la bolsa de la chaqueta que llevaba puesta. Cuando
lo hacía, Dios me permitió discernir que ese sobre era como la sangre de Abel que clamaba justicia desde la tierra. No la justicia humana, sino aquella que proviene del que nos redarguye de pecado
para salvación y no para avergonzarnos.
Mi padre había vivido engañado, creyendo que se podía ser feliz
aun a costa de la destrucción de terceros. Había cauterizado su conciencia con infinidad de pretextos para no ver su culpa en el abandono de su familia. Y en especial de aquella pequeñita indefensa
que había querido borrar de su memoria proponiéndonos abandonarla en el Zócalo de la Ciudad de México.
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Pero la estrategia de Dios era infalible.
En medio de un evidente quebrantamiento, solo pudo articular
estas palabras: «Perdóname tú a mí, hijo».
¡Qué increíble darme cuenta de la forma en la que opera con tal
poder el otorgar el perdón, permitiendo que la obra redargüidora
del Espíritu Santo cumpla su cometido!
Sin importarme en lo más mínimo el espectáculo que representábamos, permanecí abrazando a mi padre por un buen rato. Quería
disfrutar lo que por tantos años había añorado.
Finalmente nos sentamos otra vez, pagué la cuenta y lo lleve a su
casa.
Durante el camino, un silencio de reflexión llenó la atmósfera del
automóvil. Al llegar a nuestro destino pude experimentar la libertad de decirle, desde lo más profundo de mi corazón, algo que había
tenido refrenado durante muchos años: «Te amo, papá».
¡Qué libertad! ¡Qué descanso y qué regocijo en mi alma!
Comprendí por fin el verdadero significado de la frase «¡¡Hoy es el
día de volar!!»
Emprendí el viaje hacia la Ciudad de México y, en un trayecto que
pareció durar solo unos minutos, al regresar a mi casa le conté a mi
esposa lo sucedido.
El relato fue motivo de mucho gozo. Mi esposa sabía cuánto me
había afectado la ausencia de mi padre y me había visto llorar esas
madrugadas en las que el dolor me hacía preguntarme por qué mi
padre me había abandonado.
Ahora me sentía verdaderamente libre y renovado en el perdón,
aunque me enfrentaba ahora al reto de desinfectar el corazón de
mis hijos. Me avergüenza admitir que los contaminé con frases
como «Yo nunca te abandonaré como me abandonó mi padre» o «Mi
padre nunca me amó, pero yo si te amo». Por medio de estas frases
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y de otras palabras que solía repetirles a menudo, había logrado que
mis hijos tuvieran una horrible imagen de mi padre y le concebían
como el villano que había herido de muerte mi corazón. Por eso,
mi nueva tarea era tratar de cambiar en ellos esa imagen.
Les confesé mi error y les hablé de la necesidad de perdonar que
surgió en mí debido a la misericordia de Dios. Pude explicarles que,
de no ser por la ayuda del Espíritu Santo, yo no sería mejor que mi
padre. Un mes después de esto, llevé a mis hijos a conocer a su
abuelo.
Fue un día maravilloso. Mi padre no conocía a mi hijo menor y
solo un par de veces había visto al mayor. Daniel y David pudieron
acercarse a él con confianza y manifestarle su cariño de niños.
A partir de ese día me mantuve en contacto con él y participé económicamente en sus necesidades, lo que se convirtió en un gozo
para mí. Esta libertad produjo un cambio tan importante en mi vida
espiritual que me dotó de un poder y autoridad en la Palabra que
hasta ese momento me era desconocido. Por fin encontraba la plenitud de la vida abundante que el Señor me había prometido.
El cambio trajo a mi vida una bendición tan grande que no la podía
contener. Comencé a compartirla en mis viajes y en cada oportunidad que el Señor me brindaba.
Fue sorprendente darme cuenta de la gran cantidad de personas
que pasaban por mi misma situación. Como esa verdad me había
sanado a mí, ahora podía ser de bendición a otros igual de lastimados que yo.
El Señor me llevó a muchos lugares con un poderoso mensaje de
restauración y perdón. Esto aún hoy resulta incomprensible para
mí. Las invitaciones que me hacían para ministrar se multiplicaron
y el Señor me empezó a usar de una manera muy especial en mis
viajes. Todo comenzó a tener congruencia en mi vida y los resultados no se hicieron esperar.
Pocos meses de que mi relación con mi padre había quedado restaurada, sucedió lo que menos esperaba.
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Por tu Gracia
Me encontraba predicando la Palabra de Dios en la ciudad de El
Paso, Texas, cuando recibí una llamada urgente desde México.
Mariana Díaz, mi asistente y quien estaba enterada de los últimos
acontecimientos en mi relación con mi padre, me dio la mala noticia: esa mañana, mi padre había fallecido de un infarto fulminante.
No supe qué decir, ni qué pensar.
Salí del hotel donde estaba hospedado y caminé durante un tiempo, confundido. «Señor, ¿qué fue lo que pasó? No entiendo…»
Después de hablar con mi padre pensé que el camino estaría
abierto para que él, comprendiendo su necesidad, recibiera a Jesús
como su Señor y Salvador. Pensé que Dios le había prolongado la
vida y lo había sacado adelante de tres operaciones del corazón
para que llegara el momento en que hiciera una decisión por Él.
No supe qué pensar. Estaba muy confundido.
Entonces Dios me contestó:
«Hijo, donde quiera que esté tu padre, mi justicia se ha manifestado en él. No te preocupes más. Si alguien estaba interesado en que
fuera salvo era yo, recuerda que envié a mi propio Hijo para morir
por él en la cruz del Calvario. Fortalécete en esta verdad.
»Por otro lado, ciertamente lo saqué adelante de esas tres operaciones para extenderle mi misericordia y que así pudiera obrar al
arrepentimiento. Pero cuando le prolongaba la vida a él, también
estaba pensando en ti.
»De haber muerto antes,habrías vivido la más grande de tus derrotas
como mi hijo y te habrías quedado sin aquel abrazo que tanto necesitabas. Al extenderle mi misericordia a él, también te la extendí a ti.»
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16 Amor Sublime
[Isaías 53:7]
Que en silencio la cruz padeció.
E
N MUCHAS OCASIONES ESCUCHÉ HABLAR
del amor de Dios y aun aprendí a decir: «Dios
es amor». Ahora me doy cuenta que su Amor
excede por mucho los más altos conceptos que
jamás pudiera yo desarrollar dentro de mi mente tan
limitada.
El amor que se acercó a mí en la persona de
Jesucristo fue incondicional. Aquella humilde representación del Dios Todopoderoso disipó con su luz
las tinieblas de mi ignorancia.
Una ignorancia que, por mi orgullo y mi autosuficiencia, me llevó a pensar por mucho tiempo que
Dios era un conjunto de normas incomprensibles,
imposibles de cumplir y deliberadamente diseñadas
para juzgar y condenar hasta el más «pequeño» de mis
errores.
Ahora puedo verme como ese ciego de nacimiento
mencionado en el capítulo nueve del evangelio de
Juan. Aun los discípulos de Jesús, sintiendo una profunda lástima y sin poder entender el por qué de su
situación, quisieron adjudicarle su estado a los pecados de sus padres.
Su añejo padecimiento lo había convertido en el
símbolo de miseria del vecindario.
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Por tu Gracia
Sin embargo, después de tanto sufrimiento, llegó el día en que la
respuesta de Jesús manifestaría el propósito de Dios para que esa
vida, aparentemente desamparada, encontrara el camino y dejara a
todo el mundo, y aun a sí mismo, con la boca cerrada.
«Ni el pecó, ni sus padres…, sino que esto sucedió para que la
obra de Dios se hiciera evidente en su vida.»
¡Vaya revelación! Tardé casi treinta años en comprenderla.
Siempre viví preguntándome «¿por qué a mí?»
¿Por que a mí me tocó vivir la desgracia de crecer en un hogar
destruido?
¿Porqué no había tenido un padre cerca de mí, mientras muchos
de mis amigos disfrutaban de una vida aparentemente normal?
¿Porqué a mí?
Ahora todo me parece tan claro.
Habiendo sanado de mi ceguera espiritual, mediante el poder de
Su perfecto amor, pude comprender que el propósito de Dios al
permitir todas estas situaciones en mi vida era manifestar su obra
en mí y a través de mí, dándome por su Gracia el mayor privilegio
al que cualquier ser humano pueda aspirar.
Al igual que el ciego de nacimiento, el cual había recibido la palabra de Jesús y había sido sanado, yo tenía hoy el privilegio de ser
sanado en mi alma y en mi corazón.
Así como el ciego había obedecido yendo a lavarse al estanque de
Siloé, que significa «el enviado», el Señor lavó poco a poco mi vida
de mi pecado primeramente, pero también de mi amargura y de
mi tristeza, continuando con la obra renovadora de su Espíritu
Santo.
Los vecinos de aquel hombre ciego, se cuestionaban con incredulidad, diciendo :
«¿No es éste el que se sienta a mendigar?» Unos aseguraban: «Sí,
es él.» Otros decían: «No es él, sino que se le parece.»
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Amor Sublime
Pero el insistía: «Soy yo.» De la misma manera, ahora puedo decir
«soy yo» uno de aquellos privilegiados a los que Dios escogió desde
antes de la fundación del mundo para dar a conocer su Poder y su
Amor.
Y no me avergüenzo de dar testimonio de lo que me ha sucedido.
Mi necesidad fue Su oportunidad y muchas veces quise estorbarla. Tu necesidad puede ser Su oportunidad y espero que hoy permitas que Dios se manifieste en ti. Quizá hoy también tengas que
extender tus alas...
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